Luis Farías Mackey
Aquella tarde fría del 26 de diciembre de 1962, en una Ciudad de México de calles vacías y soñolientas, en la vieja casona de Donceles se debatía la primera gran reforma política post-revolucionaria. La legitimidad de las armas de 1910 ya no daba para más: “La Revolución ya no era la Revolución”, pudo haberle dicho cualquiera a Luis Cabrera. México se abría al mundo con un presidente viajador y una economía en boom, y necesitaba lavarse la cara ante la comunidad internacional y alinear con las democracias emergentes dentro del marco aún vigente de la guerra fría.
La reforma, lo señalamos en “El día que le dimos en la M… a nuestra democracia”, no creó fortalezas ciudadanas, sino “castas privilegiadas”. Desde entonces nuestro sistema de partidos ve por los partidos y su interrelación simbiótica (orgánica) con el poder. Por eso hoy que los necesitamos y buscamos una articulación y cauces verdaderamente ciudadanos y democráticos nos encontramos con una partidocracia de cúpulas que bailan y copulan en la cúpula. Nada más.
El debate se arrastraba entre unas viejas curules y sus ocupantes más crudos que interesados, cuando subió a la tribuna Jesús Reyes Heroles, paradójicamente para argumentar en contra de la representación proporcional que años después tanto ponderaría como artífice de la reforma de 1977 como secretario de Gobernación, porque en aquel entonces no era tanto la representatividad como la legitimación lo que se buscaba, pero, además, ¡algo presentían!, desde el momento en que en la exposición de motivos de aquella reforma se buscaba evitar la creación de castas privilegiadas en los partidos. Algo sabría su autor, él mismo de cepa priísta y conocedor de las miserias e ignominias de un partido hegemónico y presidencialista. En defensa del dictamen, en la tribuna Reyes Heroles advertía: “Recuérdese que los partidos designan candidatos, pero es el pueblo quien elige diputados; que los votos se reclutan con ideas y hombres. Con penuria de ideas y de hombres no hay votos”. En otras palabras, no basta la patente de corso para postular candidatos para ser partido, ganar elecciones y, si mucho me apuran, ser y hacer gobierno.
Y desde entonces alertaba Don Jesús a los que hoy aún estén dispuestos a escuchar: “Quienes, con afinidad ideológica entre sí, no pueden unificarse por divergencias tácticas, estratégicas o, lo que es más lamentable, diferencias personalistas o de intereses, son autores de su propia infecundidad política. Podrán formar capillas, pero no partidos. Es incongruente que aspiren a gobernar el país grupos o corrientes que no pueden autogobernarse”.
Concluía Don Jesús, hoy más actual que nunca: “Nuestros antepasados nos preservaron del vacío ideológico. Si no queremos dilapidar sus triunfos y sacrificios, que nos dieron instituciones y libertades que poseen la perdurabilidad de lo que fue difícil de obtener, tenemos la obligación de preservar a nuestros descendientes del vacío político. Solo así justificaremos a los que nos precedieron y lograremos que nos justifiquen los que nos sucedan”.
Nuestra ruta hoy es al vacío ideológico y a la muerte del pensamiento. ¿Habrá manera de que nos demos cuenta y lo asumamos? ¿Estaremos a tiempo aún de evitarlo?
Cada día lo dudo más.