Decía Augusto Monterroso que los enanos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse entre ellos.
También nosotros, los mexicanos, nos reconocemos unos a otros con facilidad.
Viví por varios años en Estados Unidos. Allá, del otro lado, un rasgo distintivo de nuestra mexicanidad, fuera de lo obvio –color de piel, uso de tales o cuales frases o groserías, los sombreros, las botas, los símbolos religiosos, el aspecto regional o étnico-, es caminar en grupos de tres, cuatro, cinco. No me refiero al turista que va de paseo o al becario que asiste a sus universidades, sino al que vive de manera legal o indocumentada. Andar en grupo es una manera de protegerse ante las inclemencias de la discriminación, el racismo, la migra.
Recuerdo lo anterior al caminar por la Roma y la Condesa, en la CDMX. El mundo al revés. Una invasión gringa, alentada por el fenómeno airbnb y un costo de vida más barato (para ellos).
Gringos y gringas, en su mayoría jóvenes, que se apropian de calles y restaurantes. También deambulan en grupos, aunque más grandes, de entre diez y veinte. Son ya demasiado visibles.
Aquí viven, no nada más turistean. Son rubios y rubias, sin áfriconorteamericanos. Hay una curiosa mezcla de arrogancia y de temor aborregado. También ellos –la juvenil gringada, los que creen que América es un país, su país- se agrupan ante las inclemencias de un idioma distinto y la proverbial inseguridad de nuestro México.