Relatos dominicales
Miguel Valera
Eunice era una joven hermosa que había nacido en la calle La paz en la Bahía de Kino, Sonora. Su padre, un norteamericano rico le puso ese nombre en memoria de una bella mujer que fue asistente de Marco Tulio Cicerón —según contaba a sus amigos—. Hermosa, con luz propia desde su infancia, con una vivacidad que el padre elogiaba, siempre hacía honor a su nombre griego, “aquella que alcanza la victoria”.
Vivaz, radiante, activa, le gustaba explorar el mundo que le había tocado vivir y disfrutaba sobre todo los atardeceres al final de la Avenida del Paraíso en esta bahía del Golfo de California que fue bautizada en honor del misionero jesuita Eusebio Francisco Kino. “Yo creo que vengo del sol”, le decía a su madre, cuando insistente, le preguntaba del porqué le gustaba tanto ver los atardeceres.
A diferencia de muchas otras personas, a quienes los atardeceres les generaban nostalgia —como el joven principito de Sainte-Exupéry—, Eunice creía que en el sol estaba la fuerza de la naturaleza, la fuente de la vida en el mundo y la tierra. Desde sus primeras clases en la Primary School #47 cuestionaba a sus maestros sobre el interior de la tierra. “Si arde como el sol, ¿por qué nuestro planeta no se derrite?”, solía cuestionar.
Cuando su padre, con negocios en Tucson y Phoenix, Arizona, la visitaba, le pedía que la llevara a las dunas de San Nicolás, una región de playas vírgenes del Golfo de California y sobre todo al Bosque de los Sahuaros. Ahí, sobre todo ahí, le gustaba ver cómo el sol cubría estos cactus gigantes que le parecían un ejército de adoradores del sol.
Cuando en la escuela, un maestro les habló de los gigantes de la isla de Pascua —de diez metros de altura y ochenta toneladas de peso— ubicados en el Océano Pacífico Sur, su teoría sobre los cactáceos “Sahuaro” se fortaleció. Sin embargo, todo este interés se perdió cuando se enamoró de Tonatiuh López Moreno. Ahora las puestas de sol le gustaban al lado de este joven cuyo nombre hacía referencia al dios del Sol en la cultura azteca.
Toda su vida dio un vuelco en los brazos de este joven moreno, tostado por el sol del desierto. El padre la reprendió, la madre le prohibió verlo, pero lo único que provocaron fue atizar el fuego del amor que cada día los abrazaba más y más, perdidos en el bosque de sahuaros legendarios.
Cuando el padre la amenazó con llevársela a Estados Unidos para que concluyera allá la educación universitaria, ella le dijo que no podría detener el amor que sentía por Tonatiuh. “No se puede ir contra la naturaleza; no se puede contener la fuerza del agua, por más diques que le pongas”, le dijo contundente. El padre calló mientras hacía planes para sacarla de la ciudad y llevársela a Phoenix.
Al otro día, cuando la buscó con maletas en mano, no la encontró en su habitación. Subió al vehículo, fue a la casa del joven Tonatiuh y tampoco lo encontró. Puso una denuncia, pidió ayuda a sus amigos del FBI, quienes en “misión especial”, por su nacionalidad norteamericana, peinaron todo el Bosque de los Sahuaros, la bahía, el desierto hasta su colindancia con Estados Unidos y nunca los encontraron.
Nadie supo nada de ellos hasta que con el paso de los años alguien identificó un cactus que asemejaba la figura de un par de jóvenes besándose. Desde entonces todos en la Bahía de Kino y en San Nicolás dicen que se trata de Eunice y Tonatiuh, dos jóvenes que se amaban con la fuerza de la tierra, del mar y del sol.