SALDOS Y NOVEDADES
“Para mi generación, la nacida en los años cincuenta del siglo pasado, el bosque de Chapultepec, con su zoológico y su trenecito, su lago, su castillo y su museo, fue una experiencia vital”. Luiz Woeliner
POR GERARDO GALARZA/Libre en el sur
Para Carlos Ferreyra, con el más grande de mis abrazos.
Tal vez Chapultepec sea el primer y más lejano lugar que el escribidor conoció en su vida. No tiene un recuerdo anterior.
Debió ser 1962 o 1963, cuando sus abuelos paternos cumplieron 50 años de casados.
El viaje de celebración de ese aniversario fue -como debía ser- en tren, desde la estación de Apaseo el Grande, Guanajuato, a la inimaginable Ciudad de México, entonces Distrito Federal.
Ocho o más horas para llegar a la estación de Buenavista y de ahí, bueno es un decir, a la estación del trenecito del Zoológico de Chapultepec, que era lo que le importaba al escribidor en ese momento: ir al zoológico.
En realidad, a sus abuelos, a sus padres, a sus tíos, lo importante -como debía y debe ser- era ir a dar gracias a la Virgen de Guadalupe a su santuario de entonces.
Imagine usted, Lennon mediante, lo que eso podría significar para un futuro escribidor que en esos tiempos contaba cuando más con siete años.
Subirse a un tren real, no de hojalata, de muchos vagones, de carga y de pasajeros; sólo uno de primera clase (Pullman, le llamaban) y dos o tres de segunda para los mortales comunes y corrientes como el escribidor y su familia, y los demás de carga.
Ocho o más horas felices de tracatraca (que poco parecía a aquella ronda fonética de la R que terminaba con “…rápido corren las ruedas del ferrocarril”), que prometían un mundo desconocido, de paradas en muchas estaciones y los vendedores de comida, frente y bajo las ventanillas de los vagones.
Sentado frente a la ventanilla, con el vidrio a medio bajar, vio las imágenes como fotografías lejanas que poco a poco se iban acercado y creciendo y luego desaparecían al ritmo de la velocidad, sin poderlas capturar. ¿Cómo ver al futuro? O fijar la vista en el punto de frente y ver desfilar árboles, postes, pueblos, estaciones, con riesgo de marearse, vomitar y conseguir un regaño maternal. No obtuvo permiso para bajar del vagón en alguna parada como lo hacían algunos adultos, “para estirar las piernas”.
Por supuesto que el escribidor no recuerda cómo llegó a un hotel cercano a la Basílica de Guadalupe, vamos ni siquiera recuerda su visita al sagrado recinto.
Sí tiene fotografías de afuera de ese hotel, tesoro preciado hoy porque son las únicas de sus abuelos paternos: don Salvador Galarza y doña Isabel Arellano y también, por supuesto, de él, su hermano Flavio Ernesto y su primo Eugenio a un lado de la basílica, subidos a uno de aquellos caballitos de madera, portado sombreros charros o su imitación con un fondo ad hoc de Nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y su templo.
Tampoco recuerda la entrada y estancia al templo construido bajo el mandato al indio (el escribidor confiesa que no sabe si escribir indígena o miembro de los pueblos originarios, ahora que se discuten esos conceptos como parte de las campañas políticas o vaya usted a saber si entre sus ancestros había quienes no eran aztecas, sino miembros de otra tribu; “follón” que hubieran armado los conquistares seguramente) Juan Diego, a quien de acuerdo con la tradición se le apareció la Virgen y quien pese a sus reticencias no pudo hacer como si no le hablara y tuvo que ir con el arzobispo don Juan de Zumárraga; la “zúrraga”, respondíamos en la escuela primaria.
Sabe que estuvo ahí por esas fotografías.
Pero también sabe porque sí lo recuerda, también hay fotografías, que estuvo en el Zoológico de Chapultepec y muy bien que se subió al trenecito.
Para mi generación, la nacida en los años cincuenta del siglo pasado, el bosque de Chapultepec, con su zoológico y su trenecito, su lago, su castillo y su museo, fue una experiencia vital. Lo dice quien estuvo ahí unas horas, un medio día cuando más, aunque después haya regresado muchas veces: ¿cómo olvidar las idas para ver a los pandas gigantes, con todo y canción de Yuri? Para llevar a las hijas o familiares o amigos visitantes. Eso sí nunca abordó, ni abordará, una lancha en el lago; hay miedos que nunca se superan, aun cuando la compañía fuera la muchacha que te gustaba y ella sí quería subirse…
Las fotografías de los días de aquel viaje, pequeñas, en blanco y negro, están hoy en una pared del estudio del escribidor, para envidia (fue una herencia de mi padre, junto con su cartera y su licencia metálica de chofer) de sus hermanos, quien seguramente las heredarán cuando haya palmado.
Entretanto, el escribidor debe decir que utilizó otros trenes en México y en el extranjero. Con mucho gusto viajó a, por ejemplo, Monterrey, y también hizo recorridos por España, Inglaterra, Bélgica, Francia, Rusia (algunos por cuestiones de su trabajo), en modernos y veloces trenes. Y también en Perú, en un hermoso tren con sabor a viejo, para subir a la estación Aguascalientes, al pie de las ruinas de Machu Pichu.
Cada vez que abordó esos trenes recordó inevitablemente su primer y único viaje en ese transporte a la Ciudad de México y el recorrido por el Zoológico de Chapultepec y lamentó, con lamentadas incluidas, que su país haya abandonado su tradición de sus trenes de pasajeros, medio de transporte básico para, nada más y nada menos, que la revolución mexicana. Tal vez a los gobiernos posrevolucionarios les pesó mucho reconocerla porque había sido producto (¿el cochinero?) del gobierno de Porfirio Díaz, y dejaron que deterioraran hasta que se acabaron.
No, no. Ni el nuevo tren México-Toluca, cuya construcción comenzó en el gobierno de Enrique Peña Nieto, ni el cuestionado Tren Maya del actual gobierno recuperan ni recuperarán esa tradición.
El Zoológico de Chapultepec ha cumplido, hace un mes, cien años de ser uno de los sitios que ningún mexicano debería no conocer. Si no ha ido, vaya usted antes de que la corrección política acabe con él, en supuesta defensa de los animales.