Mauricio Carrera
Conocí a Maris en Estados Unidos. Yo era estudiante en la Universidad de Washington y él decía serlo, al igual que judío, diabético, español e hijo de diplomáticos. Se aparecía en casa –un edificio de ladrillo rojo y ventanas blancas en Capitol Hill- con un regalo diferente. Un día, una vajilla; otro, un suéter para mí; otro, un juego de cubiertos; otro, nos invitaba a comer a un buen restaurante…
A mi esposa y a mí nos abrumaba su generosidad. A él, le parecía algo sin importancia. Tenía dinero, y el dinero era para eso, para gastarlo.
Resultó un artista del fraude. Todo en su vida era una mentira.
Fuimos alertados por un agente del FBI, quien le seguía los pasos. Nos explicó su modus operandi. Maris enamoraba a hombres maduros, y una vez que entraba en confianza, vivía con ellos y les robaba sus tarjetas de crédito. Así se daba la gran vida. Viajaba, comía y se divertía a costa de engañar y defraudar a sus amantes.
Así compró nuestros regalos.
Hasta la fecha es un misterio su presencia en nuestras vidas. Fue generoso, no sustrajo nuestras tarjetas de crédito, no desapareció nada de valor en nuestro departamento.
Mi esposa, al separarnos, se quedó con la vajilla y los cubiertos. Yo todavía conservo el suéter.