Luis Farías Mackey
Los próceres del México independiente, como hoy el general Sandoval, se colgaban hasta los cordones de las cortinas de baño. El paradigma de vestimenta del hombre de poder era el uniforme, las medallas, las bandas cruzadas al pecho, los cordones militares, el sable, las botas, las charreteras y, por último, como una de tantas carteleras en uso hoy por la Sheinbaum, la mirada perdida en el horizonte respondiendo al infinito.
Poco a poco el frack fue relegando a las fiestas de ocasión al uniforme militar. Había que modernizar nuestro mimetismo con lo europeo.
El austriaco importado compaginaba, sin imitar —le eran propios de su nobleza y alcurnia monárquicas—, frack y uniformes, pero una vez fusilado se impuso el frack hasta en Porfirio, que tenía más cartas de militar que otras.
Iniciado el siglo, Madero se cruzó sobre el traje de calle la banda presidencial, pero la traición de Huerta volvió a vestir al poder de uniforme y condecoraciones, y a los revolucionarios de botas, kepi, carrilleras y cananas.
Los postrevolucionarios guardaron el uniforme y los 30/30 para vestir de civil, en tanto no se les atravesase una rebelión que extinguir y, así, se mataron entre sí.
Cuando despunta el civilismo con Alemán, la usanza impuso el traje, la corbata y el sombrero. El echeverriato vistió al poder de guayabera, como ahora lo hace, además de los chalecos guindas, YSQ. Fox y su sinsentido vistió botas vaqueras y hebillas texanas. Su delirio por el Malboro Country lo seguimos pagando, aunque ahora fuma de otra hierba.
Tras Huerta en el siglo pasado, sólo Calderón —ya en éste— osó enfundarse de militar y le quedó grande, además de marcarlo en su desdicha: no sólo los militares levantaron una silenciosa ceja, sino que los ciudadanos civiles vieron mal —y sufren peor— la militarización, hoy en desmesura.
Pero parece que cambian los vientos y el poder quiere vestirse de huipil. Así, en los últimos días, las féminas en las varias carreras fuera de la ley compitieron en colores, diseños, cortes y modas. Sheinbaum mudó del traje sastre y vaqueros a la versión camisola del huipil, seguramente porque le faltaba masa para llenarlo completo, como a su candidatura.
Pero desde Iturbide sabemos —aunque jamás escarmentemos— que el hábito no hace al monje. Porque la política no es cosa de empaques ni abalorios, por más que los publicistas insistan es desnaturalizar lo político. Tampoco lo es de género y cuotas, de profesiones, apostolados, iluminaciones y menos edad: Decir que se está preparado para ser presidente argumentando tener 35 años, es prueba fehaciente que no se está.
Lo mismo es decir que el poder debe ser siempre patriarcal, como por igual que por haberlo siempre sido, ahora debe pasar a las mujeres como destino manifiesto y determinismo histórico. Tal es el caso de quien afirma que por no haber tenido aún la oportunidad de probarse ante el tropiezo le corresponde el turno por derecho; porque no son los defectos pasados de los contrarios, ni las virtudes en propia boca lo que cuenta, sino las propuestas de futuro que se enarbolen.
¿Por qué? Porque, hasta hoy, la soberanía reside en el pueblo y éste lo es por libre, y en su libertad habrá de decirlo como mejor le plazca. ¿Por qué? Porque lo que se echa de menos es una visión de futuro, todos hablan del pasado que los engendró, explica y condena, no de un futuro que no han logrado pensar y les salvaría. Es visión de futuro de lo que adolecemos y una panavisión cegadora de pasados lo que padecemos.
Plugo al cielo —porque en este valle de lágrimas mexicano ya no haya quien escuche más mis pesares— porque no nos envolvamos en el huipil cual lábaro patrio y nos tiremos al vacío de lo diverso por lo diverso y novedoso, en vez de la senda segura y certera de los méritos y dignidad de las personas.
Que el canto de las sirenas de la política del huipil por lo autóctono, femenino, novedoso, vistoso y disrruptor que pueda ser, no pese más que los valores, valor, propuestas, capacidades y dignidad de quien lo vista y de quien no.
Que veamos más allá de la propaganda, de las urgencias por creer en algo —lo que sea, por tan de creer—; de las ganas de salir de lo que se sufre sin saber a qué ni para qué; que más allá de la oda y la moda del huipil, podamos entonar el cántico del México de hoy en su preciso y eterno devenir… con o sin huipil.
Que sea el sentido y destino de México, su pensamiento y acción, su pasado y futuro lo que dé contenido a nuestra esperanza.
Que no nos muevan las modas, los diseños, las quimeras, las urgencias acríticas por lo que sea que pueda ser; sino los propósitos, las viabilidades y el principio de la realidad.
Por que lo que le da sentido al huipil, en todo caso no es jamás el huipil.
PS. Con el mayor de los respetos para con la mujer y las modas.