De memoria
Carlos Ferreyra
En estas interminables horas que permanezco sentado en el sofá, sólo acompañado por el leal can Pazguato, doy vueltas y revueltas a lo que fue mi grato oficio de informador desde el subcontinente.
Me idealizo y me planteo riesgos mortales donde quizá todo paró en un buen susto. Estos incidentes fueron reales y creo que para comprenderlos yo mismo, debo detallarlos.
Varios años recorrí América Central y del Sur. Mi trabajo, aunque informativo, se hacía bajo el permanente peligro de trabajar en zonas, digamos así, no amigas
“La agencia cubana Prensa Latina, estaba prohibida salvo en Chile y en Uruguay, lo que no impidió que al corresponsal Luis Martirena y su esposa, los masacraran vilmente con metralletas en su propia casa los hijos habían salido al cine y a su regreso los vecinos los protegieron.
Trabajar para este medio era subversivo y a quienes lo hacían, se les encarcelaba o eran víctimas de asaltos callejeros violentos que terminaban lo mismo en el panteón que en el hospital.
Se daba uno por venturoso si era expulsado. Yo fui cliente habitual de esa figura represiva, en alguna forma mi calidad de mexicano me amparaba.
En desorden se vuelcan los recuerdos, un contingente fuertemente armado con armas de asalto me saca de la cama en la fría madrugada en Quito y en camión militar, sin documentos ni dinero, me expulsan a Chile.
En Bogotá hay una revuelta juvenil, los jóvenes luchan en las calles, pocas, contra la Policía de Hacienda o algo parecido. Por todos lados clavos retorcidos para ponchar llantas.
Johnny Zeballos, colega de la agencia IPS, me avisa qué hay orden de captura contra mí. Enfiló mi auto al aeropuerto y salgo en el siguiente vuelo a Centroamérica. Con documentos y dinero pero son ropa.
Una semana antes llegué a la capital colombiana. Me alojé en un modesto hotel al pie de la montaña de Monserrate. Al día siguiente fui a un changarro vecino.
Subí a los reservados del tapanco, pedí una bebida y esperé unos minutos en que apareció un chamaco muy flaco, me saludó y me dijo escuetamente, soy Jaramillo.
Platicamos lo que teníamos que platicar; el joven era un rebelde urbano del Ejército de Liberación Nacional. Querían difundir la revuelta que luego conocimos. Mi agencia se comportó institucionalmente profesional.
Antes de despedirnos un contingente militar ocupó virtualmente los dos pisos del local. Colocaron a los clientes de caras la pared y los revisaron
Jaramillo estaba tranquilo, como ausente, yo sentía las piernas flojas pero me levanté, con las puntas de los dedos abrí el bolsillo interior de mi chamarra y sacando con índice y pulgar mi pasaporte, les indiqué que acabábamos de llegar al país y habíamos salido a cenar.
Vieron sin interés mi documento, Jaramillo seguía absorto, los hombres Armados dieron la vuelta y se marcharon. Me costó un buen rato tranquilizarme, pensé que quizá iban por mi interlocutor.
Durante la guerra entre Honduras y El Salvador, luego de mirar cómo se mataban a machetazos para ahorrar balas, de presenciar intentos de linchamiento que logramos evitar, para enviar la información debía someterse en Tegucigalpa a la censura del capitán Efraín González. Los textos eran criminalmente mutilados.
Pero siempre hay recursos. La telefonista del hotel, amigable, solía comunicarnos directamente a nuestras oficinas.
Alguien fue con el chisme y salí pitando al aeropuerto para agarrar un avión a Guatemala. Mi maleta me la trajo hasta México, creo que mi querido amigo de EFE, José Antonio Rodríguez Couceiro. Una vez más les gané por piernas a las policías.
Guatemala no podía estar ausente en este desordenado recuento. Me apersono en la embajada mexicana, para solicitar se me permita una llamada a mi oficina en México. Desde luego rechazan mi solicitud.
Me identifico con la esperanza de conmover al burócrata que apenas si se da cuenta de que no soy un moscardón sino una persona.
Cuando informan al embajador, un charro fetichista de apellidos Sánchez Juárez, sale de su privado y con insultos y gestos violentos, me asegura que la Mano Blanca, ejército terrorista protegido por el gobierno me sentenciaron y me están buscando.
La Mano era un Movimiento Nacional Anticomunista. Ya habían apuñalado a un corresponsal de Prela que fue enviado, para protegerlo, a Panamá. Hasta allá lo siguieron.
Engallado, enfrenté a gritos al que se decía descendiente de Juárez. Le recalqué su obligación de protegerme y luego del intercambio de ofensas y gritos, hablé a México.
Fuimos alojados en un hotel del centro, con un empleado consular durmiendo en un sillón atravesado en la puerta de la habitación. Al día siguiente en vuelo para Honduras.
Y bueno, el cuento sigue…