De memoria
Carlos Ferreyra
Septiembre era un mes de euforia, alegría y fiestas por todos lados.
Nuestros héroes de la Independencia lo merecían.
Tempus fugit, épocas que no volverán.
Este pasado mes de la Patria no tuvo las avenidas ricamente iluminadas, tampoco vimos los carromatos con la vendimia de lábaros tricolores y en los autos nadie colocó el emblema en las antenas.
Dirán que los absolutos no son válidos y que hubo algunos, sí, algunos que recordaron un festejo que este año pasó de noche.
El país cambia, adopta nuevas costumbres de importación y la globalidad pesa y anula los tibios sentimientos por la Patria.
Y no sólo afecta a la vida civil, inclusive los fastos religiosos disminuyen en fervor y transforma la tradición.
Diga, si no, en los viejos tiempos no más allá de medio siglo se hubiera desatado una revuelta si una mujer, cualquier mujer u hombre casi arrastraran una imagen sagrada con un trapo por vestimenta.
Días antes de noviembre, el mes de los muertos, las familias preparaban la fiesta con que los recordarían.
Los cementerios se repletaban de personas que acudían a lavar y remozar las tumbas, las letras sobre las lápidas eran retocadas con mistión de oro o mistión de plata.
En torno a la tumba se barría cuidadosamente, se desbrozaba y se preparaban los floreros para recibir las plantas frescas.
Otros, más sofisticados, arreglaban las jardineras repletas de pasto seco y flores marchitas por falta de agua. Así, todo estaba listo.
En casa, las mujeres se afanaban con los guisos que disfrutaban en vida sus deudos y compraban los licores que habían sido de su preferencia.
Una notable coincidencia saturaba el panteón con moles de todo tipo, incluyendo los pipianes amarillo, rojo y de pepita.
Entre los manteles se escogía el más elegante o el que había bordado algunas de las que serían objeto del homenaje.
El gusto por el punto de Cri, era evidente.
Los ricachones con monumentos que semejaban frontispicios eclesiales, solían llevar mesa, sillas y elegante mantel con encajes de Brujas o de Bolillo, según la presunción.
No había horario para la concurrencia. Las familias muy mochas, a media mañana, antes de arreglar la comilona, se largaban interminables rosarios.
Los niños en ese momento debían guardar respeto, luego les permitirían jugar a los encantados, las escondidillas y corretear hasta que sonaba la primera balacera.
Ese fin de fiesta formaba parte de la tradición, consecuencia de la abundante Charanda, y nunca pasaba más allá de un par de borrachos presos, un cliente para la morgue y los dos, tres días siguientes los comentarios sobre los protagonistas.
En las casas de balcones a la calle, se abrían los postigos para que la gente apreciase el altar familiar.
No había competencia, los más humildes hogares lograban superar a los barrios pudientes con ingenio y participación familiar.
Los papeles de China con finuras de ángeles, palomas y otras más, eran acompañados por hermosos platos y ollas de barro adornados.
Allí depositaban el chocolate, el champurrado y el atole blanco que la abuela disfrutaba chupando un piloncillo. Que también estaba presente en la ofrenda.
La habitación donde se colocaba el homenaje, sin acuerdo previo ni decisión paterna, se trataba. Como recinto sagrado, se hablaba en voz baja y la gente pasaba por el corredor o pasillo vecino con la mirada baja.
Familias muy religiosas, los siete días siguientes celebraban en las noches, ventanas abiertas a la calle, un rosario en tono elevado. Había que mostrar públicamente su devoción.
Algunos, reflejo de Semana Mayor, cubrían con paños morados las fotos de los fallecidos, excepto las que estaban colocadas en el altar.
Se acostumbraba que los adultos visitaran las ceremonias en la zona lacustre, Tzinhtzuntzan, Janitzio, Pacanda y los alrededores de Pátzcuaro.
Los habitantes se reunían en los panteones de tumbas a ras del suelo, las que cubrían con flores de Cempasúchil y las rodeaban con largas velas.
A cierta hora con voz dulce y un ritmo triste, rezaban en su idioma, el tarascó.
Llega el Diablo y todo lo descompone. Ceremonia simple llena de unción hacia sus muertos, por simple se volvió algo mágico para el turismo exterior.
Poco tiempo se tomaron para marcar andadores entre las tumbas, donde no había cercas, colocaron vallas y comenzaron a cobrar por ver, por entrar al panteón y por cada fotografía.
La recordación de muertos comienza el 28 de octubre, con aquellos que murieron en un accidente, en forma prematura o con violencia.
En la versión de la abuela Chite, se trata de los muertos matados.
El siguiente día y alguna razón habría para asomar la fecha a quienes fallecieron abandonados y el día posterior, 30, está consagrado para quienes llaman los olvidados, los que murieron sin familia.
Sucesivamente el 31 era para quienes quedaron en el Limbo, los niños que no nacieron.
El primero de noviembre, en ciertas regiones de los alrededores de la Ciudad de México, guardan luto por los muertos chiquitos, elevan ritos y alabanzas al niño, el Niño Dios al que cambian de ropaje.
Y finalmente los muertos grandes cuya celebración se pierde ahora por la nefasta introducción de festejos paganos, nórdicos como el hallowen o día de brujas.
El día 2 festejamos, en versión de la abuela Chite, a los muertos moridos, o sea por causas naturales,
En los comercios no se ven, como antaño, las calaveritas de azúcar o chocolate, con el nombre de la persona amada a la que se le obsequiará.
Tampoco y creo que ni se conocen, los inocentes entierritos de monaguillos con típica morada, cabeza de garbanzo, cargando un ataúd de carboncillo.
El pan de muleros se vende como cualquier bolillo.
Ya no hay niños pidiendo su calaverita.
Míster Brandon, el comediante inglés nos da un punto de meditación.