Mauricio Carrera
Laertes, de centurión romano, se sentía ridículo. De sandalias, con su toga corta a la altura de las rodillas, con su yelmo dorado, su cinturón de cuero y una espada de plástico sujeta a su cintura, creía verse como si trabajara en un circo, de payaso. Pensaba en Anticlea. Si lo viera así, se reiría. Acaso lo miraría con gesto desaprobatorio de qué bajo has caído. No estaba tan seguro con Odiseo. Tal vez lo admiraría. Le contaría historias como la de Aquiles al vencer a Héctor o la de los trescientos espartanos en el desfiladero de las Termópilas.
“Es chamba”, se consolaba.
Dinero fácil. Sólo tenía que llegar, disfrazarse y deambular por el Cesar’s de Stateline, Nevada, con su escenografía barata estilo imperio romano.
“A piece of cake”, empezaba a pochear.
El casino tenía meseras de minifalda vestidas de mesalinas y ofrecían con amplias sonrisas tragos gratis a los clientes. Se escuchaba el barullo de las máquinas tragamonedas o de los quarters al caer en las cubetas de plástico. El gusanito del juego por todos lados. Había quien apostaba por desesperación y perdía por obligación, y quien lo hacía porque no le importaba perder unos cuantos dólares con la esperanza de ganar el jackpot. Por allá, las mesas de ruleta, dados o blackjack, para grandes apostadores, y por allá las de bolsillos más modestos con ganas de probar su suerte.
Ahí, en Stateline, conoció a Cindy, quien trabajaba como croupier en Harra’s, el casino de enfrente. Fue en un Safeway. Laertes le ayudó a recoger unos Tostitos que se le habían caído del carro del supermercado, y así empezó todo. Ella era rubia, alta, de bonita sonrisa y tibia de abrazos. Le gustaba hacer hiking y también el futbol americano. Fueron a varios partidos del Wolf Pack de la Universidad de Nevada, en Reno, o los veían por televisión, los domingos. Así aprendió de tacleadas, fombles, corebacks, de primeros y dieces y de goles de campo, intercepciones y de yardas de castigo por taclear de la barra o por bloquear por la espalda. Era lindo estar con ella. Pasearon por Minden, Genoa, Sparks, y por supuesto por los alrededores de Lake Tahoe. Con ella aprendió a tomar vino, vino rosado, white zinfandel, que era el que le gustaba.
Laertes, honesto, nunca ocultó su matrimonio y ella no opuso reparo alguno. Sabía de Odiseo y de su perro Argos. Cuando Cindy le preguntó si tenía fotos de su hijo, le mostró la única que tenía:
-¡Qué guapo niño! –dijo ella.
Un domingo, tras haber visto un partido entre los Raiders y los Steelers, Cindy lo sorprendió con un regalo: un balón de futbol americano.
-Para Odiseo -le dijo.Laertes, conmovido, la abrazó con ternura. Terminaron besándose, abrieron una botella de vino e hicieron el amor.
Al día siguiente, antes de su jornada de trabajo en el Cesar’s, acudió a la oficina postal de Stateline y mandó, desinflado, por cuestiones de seguridad aérea, como le explicaron, el balón a Odiseo. Incluyó una nota que decía: “Te quiero, mijo”, y una foto con su atuendo de centurión romano. Se le veía gallardo y contento, aunque en el fondo no dejaba de sentirse devaluado y ridículo.
-¡Qué tonto eres! –le reprochó Cindy-. Me prende imaginarte en la cama vestido así, mi guapo Ben Hur, mi valiente Marco Antonio. I get horny with you in disguise -recalcó.
Fue un romance corto, de unos cinco o seis meses. Ella encontró un mejor trabajo en Las Vegas y se marchó. Al despedirse, hubo un par de lágrimas y uno que otro cachondeo.
-See you around –dijo Laertes.
Quedó de nuevo solo, en espera de alguna carta de Anticlea, de alguna foto de Odiseo con su sonrisota de niño y su balón de futbol americano.