Por David Martín del Campo
SEVILLA.– En la ribera del Guadalquivir, paseando por el andador Juan Carlos I, hay un parque infantil. Columpios, balancines, carruseles y, al centro, una carabela de mentira. Luce velas, mástiles, timón de mando. Ahí juegan los chavales a ser piratas, quizá, pero seguramente a navegar hacia los confines. Sevilla, tierra de almirantes y viajeros que se animaron a “hacer la América” cuatro siglos atrás.
Sevilla y su contraparte, el barrio de Triana, en la otra ribera. Tablaos, terrazas para degustar finos, la Torre de Oro y la catedral donde reposan los restos de Cristóbal Colón. Hay que pagar doce euros para visitarla.
Un delicioso periplo por la península, aprovechando el “veranillo de San Martín”, nos ha permitido reencontrarnos con Madrid, Segovia, Lisboa, Sevilla. La política de cabeza, el presidente Pedro Sánchez rasguñando el puesto a todo precio, y la oposición conservadora apoderándose de la calle de Ferraz, donde se ubica la sede del PSOE. Los diputados se gritan de todo, “golpistas“, “traidores”, “neonazis”, recordándonos que en el mundo la especie de los políticos nació para los denuestos y las fanfarronadas.
El sábado 18 de noviembre se reúnen cerca de 200 mil personas alrededor de la glorieta de Cibeles, donde el líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, y el del partido Vox (de ultraderecha), Santiago Abascal, condenan el pacto del gobierno con los partidos catalanistas, ERC y Junts, a fin de otorgar a Carles Puidgemont (presidente prófugo de la Generalitat) el indulto luego de ser acusado y perseguido por el delito de sedición.
No hay que olvidar que en octubre de 2017 Puidgemont declaró la independencia de Cataluña como un “estado independiente y soberano”, aunque la proclama tuvo apenas vigencia por un minuto. Los votos de los diputados de esas organizaciones (ERC y Junts) le permitirían al presidente Sánchez, finalmente, el derecho a la investidura legal, y no seguir siendo un presidente “de facto” no reconocido por la mayoría parlamentaria.
Así, aquel sábado por la tarde, uno sale del museo del Prado y se topa con cientos de manifestantes después del mitin revestidos con la bandera española, como capa o corbata, felices de haber defendido, a su modo, el imperio de la monarquía.
Segovia por tren y la lluvia intermitente acompañando la excursión. Visita imperdonable es la de su formidable Alcázar, como salido de un cuento de hadas, con sus torres y almenas desafiando el acantilado que mira hacia la Sierra Nevada. No por nada el sitio fue elegido para filmar ahí “El Cid Campeador”, película de 1961 protagonizada por Charlton Heston y Sofía Loren. Ahí dentro cientos de armaduras, un museo de la artillería, ballestas y pendones con cientos de años, y los fantasmas, desde luego, paseándose por sus pasillos.
En Lisboa nos recibe el Tajo con una noticia. Ha renunciado el primer ministro Antonio Costa por un asunto de corrupción, en algo que la prensa llama “operación influencer”. Su jefe de gabinete y otros cuatro altos mandos de su oficina han sido detenidos por “delitos de prevaricación y tráfico de influencias” respecto a la concesión de una mina de litio cercana a la frontera con España.
El primer ministro socialista, cuya familia es originaria de Goa (ex colonia portuguesa en India), era denominado como el “político Duracell” porque sus baterías duran y duran… hasta que ya no aquel 7 de noviembre. Permanecerá en el puesto, con el beneplácito del presidente Marcelo Rebelo de Sousa, hasta las elecciones del 10 de marzo próximo.
Vino verde, el precioso “tranvía 28” que recorre Lisboa como un juguete de nostalgia, y los muchos africanos que han engrosado la demografía portuguesa llegados de Mozambique, Angola y otras posesiones hasta el proceso independentista de los años cincuenta.
Luego Sevilla, el tablao, reconciliarnos con la vida al escuchar en el cadalso Flamenco de Triana al cantante Carmelo Castaña que grita y maúlla… “yo ya no era quien era, ni quien yo pudiera ser, soy un árbol de tristeza, pegaito a la pared”. ¡Y Ole!