A Luis Miguel Martínez Anzures
Luis Farías Mackey
Una conversación con Luis Miguel despertó de los recuerdos al inmerecidamente olvidado Emilio Uranga, de quien diría José Gaos: “era una de esas inteligencias que se dan una vez cada siglo en Europa”. Pero Uranga era mexicano, de Guanajuato y filósofo. La obra filosófica de Uranga es lo que la de Paz fue en la poesía.
Pues bien, era 1951 y Samuel Ramos publicó “El perfil del hombre y la cultura en México”, donde, aplicando las teorías psicológicas de Adler, hizo una especie de “psicoanálisis del mexicano”, encontrando en la noción de “complejo de inferioridad” el modo de la constitución de su personalidad. Fue el propio Ramos quien se adelantó a aclarar que, si bien el mexicano no es inferior, sí “se siente inferior”. El sentimiento de inferioridad, dijo, “aparece en el niño al darse cuenta de lo insignificante de su fuerza, en comparación con la de sus padres”.
En iguales circunstancias, “al nacer México, se encontró en el mundo civilizado en la misma relación del niño frente a sus mayores. Se presentaba en la historia cuando ya imperaba una civilización madura que sólo a medias puede comprender un espíritu infantil. De esta situación desventajosa nace el sentimiento de inferioridad que se agravó con la conquista, el mestizado y hasta por la magnitud desproporcionada de la naturaleza”.
El mismo año, Uranga, ya formado el Grupo Hiperión, alumno de Heidegger y Gaos, entre otros, le propuso a Ramos cambiar el concepto adleriano de inferioridad por el suyo de insuficiencia. Para Uranga, “los conceptos de ‘inferioridad’ y de ‘insuficiencia’ no se recubren, ni en extensión, ni en comprensión. Una situación ‘inferior’ no es, necesariamente ‘insuficiente’, y a la inversa, una ‘insuficiencia’ no es, necesariamente, una ‘inferioridad’”. Y Aclaró: “La suficiencia se entiende como un colmar las exigencias de un determinado nivel de vida.
La superioridad expresa un rango más elevando en una escala de niveles de vida”, donde “la suficiencia e insuficiencia es una escala ‘inmanente’ o ‘intrínseca’ de valoración”, en tanto que “si comparamos la cultura mexicana con la europea, si corremos la mirada hacia un criterio ‘extrínseco’ de estimación, se plantea, indefectiblemente, el problema de ‘superioridad’ e ‘inferioridad’. Cuando dejamos de vernos a nosotros mismos desde adentro y pretendemos asimilar el punto de vista de los demás sobre nosotros mismos, aflora la pareja valorativa de lo inferior y lo superior”.
Para Uranga, “reconocer una jerarquía de valores no es manifestar un ‘complejo de inferioridad’ y saber ‘admirar’, lejos de ser un síntoma de ‘inferioridad’ habla más bien de una índole generosa y ‘suficiente’ en cuanto a salud moral”. Es entonces cuando dice: “No hay complejo de inferioridad sin (una) situación de impotencia frente a los valores ajenos. El que se reconoce ‘insuficiente’ ante aquellos valores, pero tiene fe en sus capacidades de realización, no sufre complejo de inferioridad”.
Quien se entrega servilmente al valor que se reconoce como superior, dice Uranga, adopta “como patrón infalible la norma que emane de la ‘cultura superior’. Aquí figuran nuestros ‘malinchistas’, ‘indigenistas’, ‘pochos’ y ‘europeizantes’”, por ello, concluye: “La inferioridad es, en este caso, un entregarse sin apelación al criterio ajeno arrancando desde su raíz todo intento de autonomía”. Por ello propone cambiar inferioridad por insuficiencia, “poniendo la fe en la capacidad que tiene el individuo de darse a sí mismo la suficiencia de que carece”.
De allí Uranga deduce algo de gran significación en nuestro ser y hacer políticos. La inferioridad espera ser “salvada”. “Ser salvados quiere decir que esperamos que se nos dé algo de que carecemos, que se nos colme con un haber, con algo dado”. Y dar siempre implica a un dador, una exterioridad y una relación. En tanto que la liberación, a diferencia de la salvación, “no es esperanza de un don, de un ser colmados por algo dado, sino al parecer más sencillamente, por algo propuesto, por una tarea, por una misión, un destino que realizar.
La liberación es salvación por el reencuentro de una misión, por un sentido de vida, no por una riqueza a mano de que poder disponer sin más esfuerzo que el de desear adquirir algo mediante tal haber”. Desgraciadamente, “quien espera ser salvado no tiene ojos para la liberación y sí más bien ojeriza, porque la insuficiencia en que se le pone y la suficiencia como tarea y no como realidad de haberes, choca y repugna violentamente con su entrañable proyecto de vida”.
Aquí las obras de Uranga y de Paz se dan la mano. El poeta concluye que en la inferioridad “yace la soledad (…) Sentirse solo no es sentirse inferior, sino distinto”. Por eso sostiene que nuestra soledad “es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa de reestablecer los lazos que nos unían a la creación”.
Ambas posturas se tocan, si bien Paz reconoce que no busca tanto el “carácter nacional”, como lo que oculta ese carácter que juega como escudo y muro, pero también como haz de signos y jeroglífico: “Por lo primero, es una muralla que nos defiende de la mirada ajena a cambio de inmovilizarnos y aprisionarnos; por lo segundo, es una máscara que al mismo tiempo nos expresa y nos ahoga. La mexicanidad, dice, no es sino otro ejemplar, una variación más, de esa cambiante criatura plural una que cada uno es todos somos ninguno”. Por eso concluye: “No nos queda, sentenció Paz, sino la desnudez o la mentira”.
Para Uranga, por su parte, “el humanismo mexicano está saturado de esencias explosivas, que en cuanto se desnuda lo que nosotros entendemos por humanidad muchos retroceden espantados y no quieren reconocerse en la pintura. Pero lo auténtico no tiene ningún derecho a coincidir con lo reconfortante, con lo fácil, con cualquier modalidad noña o pequeñoburguesa del happy end. Es más bien su contrapartida. De ahí que se nos haya tachado frecuentemente de pesimistas. El imperativo de purificación es a menudo un imperativo de aceptación de destino trágico. El mexicano lo sabe y su historia lo ilustra elocuentemente”.
“La ‘pena’, dice Uranga, es la voz de la consciencia del mexicano, voz que hay que interpretar como surgida del ser mismo que nos constituye (…) En el mexicano hay una sensación casi nunca dominada de agobio del ser. Nuestra vida ofrece el claro ejemplo de no poder con la existencia, de no ‘comprenderla’ (…) Esta vida que pesa y se ‘arrastra’ no es, empero, un peso que nunca se puede desvanecer, como acontece en la melancolía extremada, sino que se halla injertada en el horizonte de un accidente en que de súbito puede disolverlo la muerte. Inclusive podría sostenerse que la muerte es buscada como una ‘liberación’.
El afán de ‘saturar de azar’ la vida es, quizás, la manifestación más patente de una libertad para el accidente. La búsqueda irritable y convulsa del accidente que saque de la insoportable monotonía de una rutina; la espera desesperada del milagro o de la lotería hablan elocuentemente de esa voluntad de accidentalización en que vemos acuñada nuestra particular ontología». Por eso, para él, «la ‘desconfianza’ con que el mexicano lo aborda todo, y la desgana con que también todo lo matiza, son exhibiciones de su cercanía al accidente”.
El accidente es para Uranga la caracterización del ser del mexicano. El accidente es una especie de insuficiencia, una carencia frente a la substancia. “El accidente es un minus de ser, un ser rebajado o ‘quebrantado’ por su mezcla con la nada; hay en él una constitución de claro—oscuro en que comunican el ser y la nada”. Un tránsito entre ambos extremos.
Si la substancia es plenitud sin cambio posible, “llenazón de ser, ente sin paros ni fisuras”, el accidente es un ser degradado, un “ente de ‘clase baja’”, pero ya lo dijo Aristóteles: si el accidente es nada frente a la substancia, es algo con relación a la nada. Lo anterior amerita una explicación: para Heidegger, el ser del hombre “no es una propiedad o atributo que se ‘posea’ o se ‘tenga’ ya, de que se pueda disponer como de una realidad inalterable y fija, sino que el ser del hombre tiene que hacerse o ‘aparece’ como una tarea”.
En ese tenor, para Uranga, su alumno, el ser del mexicano, en tanto hombre, “tiene que accidentalizarse”, es decir, “no es un accidente ‘dado’, sino ‘propuesto’ como tarea a realizar o con la indicación: ‘debe realizarse’”. Ahora bien, “realizarse como accidente significa mantenerse como accidente en el horizonte de posibilidad del accidente mismo (…) ponerse en la situación de un radical ‘no saber a qué atenerse’, inseguridad, imprevisión. Todos los ‘existenciarios’ o ‘caracteres’ del ser del hombre están colocados bajo la formalidad inevitable de ser accidentales”.
Partamos de que “el accidente no es ser, sino ser—en (…) El ser del accidente no es ‘propiamente’ ser, o simplemente ‘ser’, sino que encuentra formulación en la expresión compleja de ser—en”. Esta formulación que modula el ser a las exigencias de ser—en, le impone al accidente su fragilidad: esa “oscilación entre el ser y la nada”, porque ser en el accidente es ser “revocable”, nace “para ser—en y a la vez no—ser—en”. Al ser—en, “el accidente pende, depende (…) No se basta a sí mismo (…) El accidente no posee su ser, lo Nietzscheusufructúa”.
Por igual es “una privación, una carencia, una penuria, una falta o defecto de substancia, un ser insuficiente”, “el ser en el accidente se ha distendido, desatonado”, su tejido, diríamos, se ha espaciado, aflojado; abierto fisuras para lo contingente, para un “advenir o sobrevenir del azar. El accidente es lo que de repente aparece, lo que no es esperado”, de allí su adhesión a otra cosa; siempre se haya en relación con algo más. Y esa relación es con el ser: “Su consistencia se agota en esta relación al ser”. En la substancia no hay relación al ser, hay ser en sí mismo; en el accidente hay relación al ser “no confusión o identidad”.
Todas estas características del accidente lo embeben, adhieren e impregnan a otra cosa, pero esa relación al mismo tiempo lo distingue y lo distancia, por más pegado que esté a ello. El accidente siempre es algo lanzado “desde o hacia un más allá”, constituye un horizonte, “nunca se agota en la cosa presente”, es eso que siempre está por llegar, impreciso y ajeno, extraño; por tanto, frágil y quebradizo, propio de lo vulnerable y de la zozobra. Por eso López Velarde habla de nuestro “vivir al día”. Heidegger diría “excepcionalidad”. Los mexicas le llamaron “red de agujeros”.
Somos el accidente que se le cruzó a Colón en su viaje a las Indias y a la creencia del mundo occidental de ser el centro del universo y la imagen y semejanza de Dios. Pero a nuestro interior somos el eterno accidente en gerundio, un hacerse permanente, sorprendente y frágil, temerario y endeble; lanzado al más allá como bolado y como albur; atado a lo impreciso y ajeno, frágil y quebradizo, en la vulnerabilidad, la desconfianza y la zozobra.
El mexicano, dice Uranga, “se elige como ‘accidental’ precisamente como negación de lo español (europeo) que figura como ‘sustancial’. Esta elección originaria de accidentalidad frente a una sustancialidad determinada da dirección (sentido) a toda la historia posterior de lo mexicano y, desde luego, a nuestras relaciones con el mundo y los hombres españoles”.
No hay más inferioridad que la que se asume ante lo extraño, pero la insuficiencia sí es propia, más no como mácula, sino como posibilidad; no como condena, sino como sentido y reto.