Relatos dominicales
Miguel Valera
Arnoldo dejó un día de ir al café. Le gustaba el lechero espumoso, con leche bronca. Eso de light no es de varones, decía con sorna, pero en voz baja, porque muchos de sus amigos así lo pedían. Cada vez que podía, recordaba en la mesa que de niño, en el rancho de Marcos López, allá por “La Cuartana”, en el municipio de Paso de Ovejas, tomaba leche directo de la ubre de la vaca. No necesitaba ni ponerle azúcar, vino jerez o “cañita”, como se estilaba en los “días de ponche”. Así le decían en el pueblo a ese acto de ir a tomar leche bronca: “vamos a ponchar”.
Un día, que uno de sus amigos del puerto de Veracruz lo acompañó a la ordeña, haciendo cara de fuchi por los “pastelitos” de la boñiga del ganado, le hizo una broma que nunca olvidaría: luego de que la espumosa leche cayó de la ubre de la vaca al vaso de cristal —el jovencito no quiso utilizar los típicos vasos de plástico del rancho—, Arnoldo le sumergió, sin que el amigo se diera cuenta, apenas un poquito, la cola de la vaca. El efecto, que ya todos sabían que ese acto causaba, fue inmediato. El joven aquel salió corriendo al sanitario por la chorrera que le dio.
Pero ese día fresco, que anunciaba Norte, Arnoldo decidió que no regresaría más al café. Cuando su esposa le preguntó que por qué ya no volvería a ese espacio vital de los últimos años de su existencia, el hombre contestó: “La muerte anda cerca; no quiero que se me aparezca por ahí”. Decía esto porque de un año a la fecha se había ido Julián, Roberto, Julio y Salomón. Algunos por la pandemia, casi todos por viejos. Él, que siempre había sido un hombre fuerte, de carácter, “cabrón”, como le decían sus amigos, sabía perfectamente cuál era el precio de vivir.
Desde hace muchos años, como si de un ritual se tratara, pasaba a comer al “Río de la Plata”, un restaurante que se encontraba en 5 de mayo esquina con Miguel Lerdo. Ahí pedía un Guachinango a la veracruzana. Un amigo nutriólogo le había dicho que era mejor que el salmón, por su riqueza vitamínica y por el fósforo que favorecía el sistema nervioso. De entrada, nunca le faltaba un jugo de erizo, ese que sus amigos le decían que tenía propiedades afrodisiacas. Le gustaba verlos vivos, recién sacados de las escolleras porteñas, con su caparazón espinoso y su carne anaranjada.
Ese día que dejó de ir al café, también abandonó los restaurantes y los encuentros de amigos. Yo, que era apenas cinco años menor que él, lo extrañaba, pero respeté su decisión. De vez en cuando le marcaba y alguna vez lo vi saliendo de un templo católico, lo cual me extrañó mucho, porque nunca fue un hombre religioso. Ese día, recordé una frase que solía repetir: “nuestras ideas, opiniones o convicciones, también tienen fecha de caducidad”. Tenía razón, el tiempo siempre va colocando nuestras ideas en su sitio.
Esa noche, en la intimidad de mi estudio, recordé una frase de Gabriel García Márquez que leí en algún lugar: “El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”. Al final, pensé, se nace solo, aunque en el calor del regazo de una madre, pero se va uno solo y hay que aprender a vivir la soledad del último tramo de la existencia.