Por: Manuel Pérez Toledano
Tomando la bocina del teléfono, empecé a marcar las seis cifras que tenía yo tan grabadas en la mente: eran seis guarismos mágicos que mi índice – tembloroso- fue marcando en el disco que retrocedía, girando parsimonioso, cada vez que señalaba un número. Aspirando con fuerza el humo de mi cigarrillo, imploré:
-Con Alicia, por favor…
Luego una pausa larga, angustiosa, sentía que el tórax se me quedaba vacío, sin aire. Volví a fumar con más energía; dentro de pocos segundos iba yo a escuchar la voz de ella. ¿Y si me dijeran que no está?… ¡Ah, entonces sería terrible doloroso!
-¿Bueno? ¿Alicia?… ¡Soy yo…!
-Un momento, ahora le va a hablar Alicia.
– Gracias, señorita, gracias…
“Caray, ¡cómo me haces desesperar, Alicia!” Las manos me sudaban; tuve que encender otro cigarrillo.
De pronto experimenté dentro de mi algo insólito; sentía miedo y estaba a punto de colgar la bocina; me veía yo tirado de una calle sombría, ebrio hasta la asquerosidad y llamando a Alicia, a la veleidosa Alicia que no me amaba. Me causaba yo lástima…
Iba yo a seguir pensando, cuando la dulce voz de ella acarició mi oído.
-¿Alicia, mi vida, eres tú..? Cómo has tardado. Ya estaba yo enloqueciendo en el teléfono inerte sin tu voz; porque tu voz es la sangre que circula en las arterias de los alambres… Alicia, perdona mis estupideces…, pero…
-¡Basta ya! Mira te seré franca, me estas quitando el tiempo, ¿Sabes?, tengo muchas ocupaciones. Además, estoy ya comprometida, ¿Ves?… Así es que…
¡Adiós!
Y colgó el aparato.
Antes de que yo colgara también articulé un “Adiós, Alicia” casi sin sonidos; pero tan fuerte para mí que zumbaron mis oídos… Sentí la atmósfera pesada, mi cabeza pesada, mi cuerpo pesado, y pesado mi espíritu…
De improviso una voz extraña me gritó;
-¡Señor, no ha pagado usted los cinco centavos de la llamada…!
-No tengo dinero; ¡métame a la cárcel si gusta! -Clame iracundo sin volver el rostro.
En la calle como ya no me satisfacía el tabaco, tuve que entrar en una taberna.
El cantinero al verme, frotó con un trapo la parte del mostrador que me correspondía, a la vez que me interrogaba amable:
– ¿Qué vas a tomar?
-Tequila grande.
Quería yo refugiarme cuanto antes en el lóbrego rincón de la embriaguez… Y las copas fueron desfilando una tras otra, en sucesión interminable… Mi cerebro, saturado de alcohol, empezó a divagar…
Y seguí bebiendo más y más…
Cuando ya no me cupo más licor, pedí la cuenta y salí dando traspiés; el piso lo veía movedizo, igual que si estuviera yo trepado en un columpio.
Como las piernas ya no resistían el peso de mi cuerpo, caí de bruces sobre la acera, rompiéndome las narices y la boca. Hice por incorporarme, pero, al estar intentando volví a caer retachando mi cara contra el suelo. La cabeza se me iba; alguien me estaba arrancando la cabeza; sentía que me ahogaba en una oscuridad sin riveras batiendo las manos en la negrura de la noche sin Dios y sin estrellas… Tuve miedo de sentir la soledad mortal y exclamé en medio del infierno que me consumía: ¡Alicia! ¡Alicia!… Y no supe más…
Una entrega de Latitud Megalópolis para Índice Político