Por David Martín del Campo
Dos son los tiempos en México. Es lo que les advertimos a los forasteros de visita. “Tiempo de aguas, y tiempo de secas”. El primero está bendecido por el antes llamado aire marítimo tropical, y que lo mismo traía lluvia del Golfo que del Pacífico. Tiempo de gabardinas, chubascos, inundaciones. Iba de mediados de mayo al Grito de la Independencia, en septiembre, fastidiándole el festejo al Presidente. El resto del tiempo lo ocupaba el estiaje, como ahora estamos padeciéndolo.
Circulan por las calles, presurosos, los camiones cisterna salpicando las avenidas. Cada descarga alivia el condominio, la vecindad, durante algunos días. Doce mil litros que deberán administrarse como oro molido (es decir, líquido), pues esos doce tinacos a plenitud pronto se irán en el servicio del baño, la cocina, los patios lavados a cubetadas. Y cada “pipa”, como las llaman, que ha de pagarse a dos, tres, cinco mil pesos por servicio, según el postor.
El proceso de urbanización es sediento por los cuatro lados. Hace dos siglos la ciudad de México, por ejemplo, era servida por el acueducto de Chapultepec (los famosos Arcos de Belem) hasta el Salto del Agua, y con ello era autosuficiente. Los aguadores cargaban sus mulas con enormes tinajas y así iban surtiendo el servicio doméstico a todo lo ancho de la ciudad. Ahora que la metrópoli ha multiplicado por veinte su población, las cosas son muy distintas. El servicio fue entubado, domicializado, tasado con “medidores”, y los pozos horadados por doquier (de preferencia junto a los parques públicos) ya no se dan abasto con los mantos freáticos explotados en sus límites. De ahí la necesidad de instrumentar el manido Sistema del Cutzamala (las represas de Villa Victoria y Valle de Bravo) que en su mejor momento abastecen el 27 por ciento del agua consumida en la CDMX.
Pero ya no. El estiaje de este invierno ha sido mayúsculo, y los embalses se encuentran en sus mínimos históricos. Así que hay que ahorrar el agua hasta que San Isidro lo permita. Tirar de la manija cuando el retrete lo exija, bañarse “a la torera”, dejar que se sequen los jardines y beber, en lugar de agua, cerveza por ejemplo. En el gremio es costumbre.
Tiempo de secas y rastrojo que, este año, coincidirá con el proceso electoral. ¿Ya escucharon a la candidata? “Les prometo agua a raudales, si votan por mí, que se derramará sobre los hogares ahora que hagamos de ella un principio constitucional”. Y si no lo ha dicho, ya será el momento.
Habría que advertir a los visitantes de esa segunda clasificación. En México hay tiempos electorales, y los de resignación por el resultado de las urnas. Proclamas, denuestos, declaraciones, invectivas, exaltación demagógica en demostración de que el (la) contrincante es poco menos que un (una) imbécil, y las propuestas de uno el camino mismo a la redención de la patria. Así sea.
¿Recuerdan aquellas avenidas festonadas con el retrato del candidato (siempre sonriente) de una a otra acera? Miles y miles de pendones plastificados que impedían mirar el cielo. Y la guerra de las bardas, ¿quién ofrece la frase más ingeniosa? “No más mujeres en pobreza”, “Vida digna para el campesino”, “Empleo para todos, salarios convenientes”, y etcétera. La novedad es que ahora serán más mediáticos que ostensibles y, si uno ignora el remitente, en realidad afirman lo mismo. La necesidad hecha reclamo… seguridad, educación, fraternidad.
En aquel tiempo Lillian Hellman escribió un libro de memorias titulado “Tiempo de canallas” en el que refería los años despiadados en que el FBI emprendió la cacería de brujas contra los escritores y guionistas de Hollywood. El fiscal Joseph McCarthy lo acusaba de comunistas, que era el peor crimen.
Ahora estamos ante eso, la ruindad como consigna electoral. Habrá que estar preparados… y con dos cubetas de agua reservadas en el patio trasero.