KAIRÓS
Francisco Montfort
Desde los años noventa del siglo pasado, Juan María Alponte (QEPD) alertó, en repetidas ocasiones, sobre el concepto que dictaminó el Observatorio Nacional de las Drogas de Paris sobre el Estado mexicano: Narcoestado.
Además de los indicadores del famoso observatorio parisino, Juan María Alponte refería el caos que se gestaba en el mercado de las drogas en México. También la creciente corrupción y debilidad del sistema policial y de procuración de justicia.
El monopolio del control sobre el tráfico de estupefacientes y del contrabando de mercancías, se especula, había quedado en manos del ejército, como compensación a su salida como sector del partido oficial.
En la guerra en contra de las guerrillas participaron, además del ejército, diferentes policías, destacadamente las asentadas en la ciudad de México más la Dirección Nacional de Seguridad.
Al finalizar la lucha contra estos grupos, el gobierno quería pagar la deuda contraída con los jefes de esta lucha. Recuerdo algún artículo de Héctor Aguilar Camín en el cual, a manera de trascendido, describía lo que le “le habían contado”: que López Portillo había “repartido” los mercados ilegales entre estos jefes antiguerrilleros.
El chisme era (y es) imposible de comprobar. Pero la realidad le daba verosimilitud a su trascendido. Se suponía que al amigo del presidente López Portillo, el jefe de la policía capitalina, Alfonso Durazo, le había correspondido el control del Aeropuerto de la Ciudad de México.
Y los hechos mostraban un crecimiento inusual de conflictos en esta terminal aérea por causa del contrabando.
Un avión proveniente de Perú se estrelló en el pico del Ajusco de la CDMX. Los periodistas reportaron que en el lugar del accidente estaba esparcido una gran cantidad de polvo blanco. Durazo aceptó ese hecho. Aunque dijo que se trataba de harina de pescado.
Otro hecho fue la aparición de cadáveres en la desembocadura del Río Tula. Narcotraficantes colombianos fueron asesinados y sus cuerpos arrojados a una lumbrera del Sistema de Drenaje Profundo de la Ciudad de México. Días después sus cuerpos flotaban a la entrada de la planta de tratamiento.
El supuesto monopolio de control (y beneficios) del ejército sobre los mercados ilegales fue dividido. Entraron en competencia otras autoridades federales. Después, autoridades estatales y municipales. Fue una de las consecuencias del resquebrajamiento del poder centralizado del sistema priista.
Por el lado de las organizaciones delictivas el último intento exitoso de ordenar el fraccionamiento de las bandas fue la creación del Cartel de Guadalajara, desfondado a partir de la muerte del agente de la DEA, Kiki Camarena. Desde entonces, el caos reina.
La interrelación entre autoridades y delincuentes ha crecido. Ahora dificulta su diferenciación en muchos territorios de la República Mexicana.
Es innegable que una de las características que definen al Estado mexicano actual es la borrosa línea que separa la legalidad de la ilegalidad de sus acciones, junto con el desorden y la desorganización, respecto de las actividades delincuenciales.
Con esta realidad cobra verosimilitud el hecho de que al actual presidente de la república se le califique como Narcopresidente. Digamos que, si el señor López empezó a caminar como pato, a graznar como pato, a caminar como pato, a comer como pato… es lógico suponer que, al menos, no le importó que lo identificaran como pato.
Será imposible demostrar que sus campañas electorales fueron financiadas por bandas de narcotraficantes. Pero el mismo señor López hizo alarde de sus buenos oficios en apoyo a la familia Guzmán Loera.
Sus deferencias para referirse al jefe de esa familia, su saludo, apoyos y respetos expresados continuamente a la mamá del Chapo, la liberación del hijo del famoso narcotraficante ordenada expresamente por el señor López, su orden de dejar paso libre a los delincuentes para que se apoderaran de Chilpancingo… todos estos hechos confieren verosimilitud al adjetivo.
El problema para México no es el calificativo a su presidente. Sí lo es la creciente influencia de las bandas delictivas en la vida cotidiana en toda la república.
La violencia en calles, centros de diversión, plazas públicas; extorsiones, asesinatos, levantones, desapariciones de personas inocentes; intervenciones ilegales en las elecciones, homicidios de figuras políticas y gubernamentales; presiones de Estados Unidos sobre las autoridades mexicanas a causa del tráfico de drogas; violencia e imagen desfavorable que ahuyenta el turismo y a las inversiones internacionales son todas acciones perversas que detienen el progreso social, económico y político del país.
Y en estas perversas acciones sí tiene responsabilidad innegable e inocultable el gobierno del señor López. Porque bajo su presidencia han crecido desmesuradamente estas acciones ilegales. Porque ha sido omiso en su combate, si no por compromisos perversos, sí por cuidar su imagen personal al prohibir al ejército, a la marina y a la Guardia Nacional que hagan uso legítimo de su fuerza para combatir a los delincuentes.
El señor López preside un narcoestado. Y él mismo ha sembrado sospechas para que se le considere un narcopresidente. Este no es un problema personal del ejecutivo. Es la gran tragedia nacional.
francisco.montfort@gmail.com