Por David Martín del Campo
Cuando Jehová sugirió al patriarca Abraham que llevara a su pequeño hijo, Isaac, al monte Moriah, no imaginó el sacrificio al que estaría obligado. En lugar del consabido cordero, el Supremo le ordenó que inmolara, ahí mismo, a su criatura. El anciano maniató a Isaac, extrajo un puñal de su ropaje y entonces, como en secuencia fílmica a lo John Huston, una voz celestial evitó el holocausto: “¡Detente, no hagas daño al muchacho… ahora sé que tienes fe en mí!”
Esas pruebas son las que padecemos a diario cuando la tentación de practicar la justicia por propia mano se apodera de nuestro albedrío. Lo traemos desde los tiempos de las cavernas, tan fácil que es deshacernos (y más ahora) del canalla que nos está haciendo la vida imposible.
No es necesario ser un especialista en Sigmund Freud para entender que eso que él llama “el malestar en la cultura” viene de eso mismo, la represión de nuestros instintos de Eros y Thánatos. Es decir, en estos tiempos ya no es tan sencillo raptar a la hija del vecino (o el hijo), o darle cran al tipo que nos da un cerrón en la avenida. Ahora tenemos códigos, leyes, normas, y la consecuente neurosis que no nos abandonará mientras sigamos reprimiendo a Cupido y al príncipe de Mictlán.
Todo esto viene a cuento por el homicidio de la pequeña Camila Ortega ocurrido la semana pasada en Taxco, y que derivó en la captura de sus homicidas, la tal familia Aguilar, que fue linchada en plena calle y la progenitora, de nombre Ana Rosa, desnudada y muerta vilmente a patadas. Fuenteovejuna fue la responsable, afirma el drama.
Rabia, ira, barbarie, saña, brutalidad. Ante la ausencia de la ley, la hormona que arde en nuestras arterias salta de indignación y sí, obedecemos al precepto que nos legó el coronel Charles Lynch, cuando en 1780 instituyó la ley que lleva su nombre, “linchamiento”, y que Pancho Villa adaptó para sus huestes con aquello de “mátalos en caliente”.
La decencia (sí, decencia) nos impide llevar tan fácilmente la sangre al río. De la justicia penal se ocupan los juzgados y tribunales, que luego de enterados ya se encargarán de hacer las pesquisas del caso o, como presumen al ser entrevistados, “ya han levantado el acta”. Vengan los aplausos.
La familia de la niña Camila vivió un viacrucis ante las autoridades ministeriales, en Taxco y en Iguala, con efectos nulos. Después, con la evidencia de las cámaras de seguridad (donde se identifica a los sicarios cargando el cuerpo de la menor dentro de una bolsa negra), la familia se plantó ante el domicilio donde ocurrió el crimen. Los vecinos y acompañantes, alterados por la evidencia de los hechos, optaron por hacerse justicia a mano propia y ante la presencia de la policía. Igual que en el drama de Lope de Vega cuando se pregunta, “¿quién mató al comendador?”, el populacho responde: “Fuenteovejuna, señor”.
El Viacrucis repetido el jueves pasado esconde, en mucho, aquellos usos fáciles del ajusticiamiento inmediato. En tiempos bíblicos, recuérdese, existía la muerte por lapidación para la mujer adúltera, sin mayor trámite. La ley de Lynch, ya lo decíamos, al fin que mañana tras mañana algo no muy distinto se proclama mientras el pueblo desayuna.
El asunto se pone en boga cada que avanzan las campañas electorales. Años atrás el Partido Verde y Morena presentaron una iniciativa de reforma constitucional para castigar con pena de muerte los delitos de violación, feminicidio y homicidio doloso; aunque la propuesta no fue aprobada.
Aunque eliminada del texto constitucional en 2005 (a iniciativa del presidente Fox), la pena capital fue vigente durante toda nuestra vida republicana. Aún en 1961 se registró un fusilamiento castrense por alto desacato y traición.
Holocausto, sacrificio, linchamiento, pena de muerte. Ya nadie recuerda las inmolaciones en el Templo Mayor porque ahora la Pena de Muerte Realmente Existente (PMRE) es la que aplican a diario los sicarios y extorsionadores. “¿Ah, no vas a cumplir mi exigencia?”. Ellos sí pueden. Su ley es la ley.