Por David Martín del Campo
Perder o no perder la inocencia. El dilema estriba en el modo en que abandonemos el candor. No es lo mismo descubrir a nuestros padres haciendo cosas raras en la noche del viernes (el Edipo consumado), que verlos escondiendo el rescate de un secuestro, “y tú no preguntes”. Hay de padres a padres, desde luego.
Hoy se cumplen, precisamente, cien años de la creación del Día del Niño en México. El presidente de la República, Álvaro Obregón Salido, siguió el consejo de su ministro de Educación, José Vasconcelos, para declarar el 30 de Abril como la efeméride que reafirmaría “los derechos de los niños, a fin de crear una infancia feliz para un desarrollo pleno e integral como ser humano”.
La iniciativa era consecuencia de los estragos de la Primera Guerra Mundial que dejó a millones de pequeños en el desamparo y la orfandad. Vasconcelos, que era un sabio desaforado, señaló la fecha en el sentido de proteger a los infantes ante la amenaza latente durante los tiempos de guerra (la Revolución Mexicana apenas concluía).
Así exhortó a todas la instituciones a fomentar la fraternidad y la comprensión hacia esa población, “a fin de desarrollar actividades encaminadas a su bienestar”. La campaña incluía una frase de bronce: “Hacer de cada escuela un palacio con alma, para que los niños pobres y descalzos vivian en palacios las mejores horas de su vida y así guarden recuerdos luminosos”.
Mateo lo recuerda en el Evangelio cuando aquel día un grupo de pequeñines quiso importunar al Nazareno, y éste los previno: “No los detengáis, dejad que los niños vengan a mí porque de ellos, también, es el reino de los cielos”.
Ahora, sin embargo, el festejo es de juego, disfraces, golosinas y travesuras en el patio de recreo. “Libertinaje a mansalva”, diría el prefecto de mi generación, el adusto profesor Macías.
Asegura el INEGI que en el país hay poco más de 38 millones de chamacos (de cero a 17 años), cuyo deber es el juego y el aprendizaje, cuando no la permanente travesura. Cuánto será nuestro sentimiento de culpa que con ellos nos permitimos todo tipo de liberalidades… permisos, caprichos, teléfonos celulares y desvelos ante el televisor.
Alrededor de ellos, de un siglo a esta parte, ha surgido toda una “cultura infantil” que se lleva buena parte de nuestros presupuestos. Juguetes de todo tipo, bicicletas, piñatas, consolas electrónicas, balones, raquetas, golosinas, fiestas con payaso, por no insistir en los indispensables pediatras y paquetes de Klinbebé. Ah, la edad de la inocencia.
En los libros escolares se enaltecen, sin embargo, a los niños heridos por la pólvora. El niño artillero de Cuautla (Narciso Mendoza), el Pípila de la alhóndiga de Granaditas (Juan José Martínez, 17 años), y los siete Niños Héroes de Chapultepec (que en realidad eran ya más que mozalbetes).
En ese contexto fue que la Convención sobre los Derechos del Niño, de la ONU, estipuló en 2014 el derechos a los siete privilegios a que son depositarios: Derecho a la vida, a la alimentación, a la salud, al agua, a la identidad, a la libertad, y a la protección.
Hace unos meses fui invitado a un salón escolar para presentar y conversar sobre algunos de mis libros juveniles. Estábamos en eso, desentrañando las artes combinadas de la escritura y la lectura, cuando en algún momento se apagaron las lámparas. Fum, veinte segundos, cuando en eso retornó el servicio. “Ah, ya regresó”, comentó el director del plantel. En eso un niño al fondo alzó la mano con timidez. Sí, dime. “Maestro”, me dijo, “y cuando se va la luz, ¿a dónde se va?”.
Qué contestarle. Ah, esos niños genios y sus preguntas sin respuesta. Es verdad, cuando el debate deviene en pendencia, y la paz ciudadana en asalto de pistoleros, ¿qué podemos responderles?
Abran la puerta del salón, que se vayan a jugar al patio; es su día y que el desorden y la algarabía se apodere de sus horas, Día del Niño al fin. Ya cumplirán los 18, ya tendrán su INE, ya se verán ante las urnas el 2 de junio. Ya perderán la inocencia, y sí, “dejad que vengan a mí…”. Es lo que les urge a las candidatas.