Sala de Espera
Gerardo Galarza
Los resultados del proceso electoral decidieron que Claudia Sheinbaum es la próxima presidenta de México.
Eso no está a discusión, le guste a quien le guste o no.
La candidata del oficialismo obtuvo entre 35 y 36 millones de votos de los aproximadamente 60 millones que se emitieron en la jornada del 2 de junio. Esta cifra le dio una victoria aplastante frente a su principal rival, y también le permitirá a su gobierno contar en los próximos tres años, con la mayoría calificada del Congreso de la Unión.
Esos 35-36 millones de votos es más o menos el 37.5% de total de los mexicanos que tenían derecho a votar el domingo pasado. En otros números: entre unos 38 y 40 millones de electores no ejercieron su derecho al voto; su cantidad es más que la votación obtenida por la candidata triunfadora, pero eso no demerita su victoria.
La ley electoral no establece límites para reconocer o no el triunfo del candidato triunfador: gana quien obtenga la mayoría de los votantes, así hayan sido tres en un padrón de 98 millones de votantes. Y hay que decirlo: esos abstencionistas tuvieron sus razones para no ejercer su derecho y tampoco hubieran votado por una sola o un solo candidato. Seguramente, de haberlo hecho, sus votos se hubieran repartido más o menos en la misma proporción del domingo.
De acuerdo con la ley: la candidata del oficialismo ganó las elecciones y será declarada presidenta de México legal y legítima, en cuanto se cumpla todo el procedimiento. Si a alguien se le ocurre hablar de fraude, deberá probarlo contundentemente ante la autoridad electoral; lo demás será una farsa. Las elecciones no fueron impolutas, pero ninguno de sus incidentes influyó en su resultado.
Será la presidenta de México, de todos los mexicanos, los que votaron por ella y no que no lo hicieron. Es el resultado de un proceso democrático. Ojalá ella, su partido, sus seguidores y sus opositores también, lo entiendan así y lo respeten.
Es hora de gobernar para todo sin excepción para lo que se requiere negociar en todos los aspectos. Otra vez: negociar, concertar, no es transar; es ponerse de acuerdo en algo o por lo menos discutirlo. Esto no será fácil, si la candidata triunfadora decide mantener, como lo prometió, el proyecto político de sus antecesor en el cargo, basado en la polarización social.
No le irá mejor al país si decide cumplir su promesa de la “construcción del segundo piso de la cuarta transformación” que ha provocado más violencia, inseguridad, impunidad, destrucción de instituciones nacionales (los sistema de salud y educación públicos, lo más grave hasta ahora), militarización, corrupción galopante, utilización de recursos públicos en obras faraónicas improductivas, eliminación de contrapesos al poder absolutista del presidencialismo mexicano… Eso fue lo que prometió y por ello votaron 35-36 millones de mexicanos. ¿Respetará su promesa electoral?
La tradición política del país, esa que hoy está más vigente que nunca, dice que cada nuevo presidente de la República tiene que “romper” con su antecesor, para dejar claro quien tiene el poder y también para poner su huella en la historia, pero eso generalmente ocurría en la campaña en busca del voto. Esta vez no fue así. ¿Lo será? El riesgo del maximato sigue presente. Veremos.