Magno Garcimarrero
Fue en la temporada de lluvias (cuando llovía en Xalapa), del año 2007. Una mañana a la hora del alba nos despertó el llanto de un gatito.
Lo hallamos atorado en un macizo de bambúes, en el lado oriental de nuestra casa.
Lo rescatamos, comprobamos que era gata y que, acaso tendría dos meses de edad. Blanca de color, con la cola y las orejas manchadas de amarillo.
La bautizamos inmediatamente con nombre y apellido: “Micha Bela”; en honor a mi madre, a mi suegra, y a todas las isabeles de la familia, que son muchas.
Su primera gracia fue orinarse en la colcha de nuestra cama. Comenzamos a educarla… o quizá ella a nosotros; le tomamos cariño, a los tres meses de su llegada, dormía en medio de la cama, nosotros en las orillas… matrimonio viejo.
Micha Bela demostró ser súper inteligente, le hicimos un portillo gatuno en la puerta de la cocina, que solo ella sabía abrir, le enseñamos cómo y aprendió desde la primera demostración. Tenía otro modo de entrar a la casa: por el tronco de una buganvilia subía al techo y entraba por una ventana de la terraza. Practicó el deporte de cazar ardillas y, solo en dos ocasiones vi que tuvo éxito.
Salvo la primera orinada, nunca ensució el interior de la casa. En este mes, cumplió 17 años de cuando la encontramos y adoptamos, pero desde hace dos meses… o quizá tres, dejó de comer, adelgazó hasta los huesos, dejó de subir por el tronco de la buganvilia, se refugió de estos calores infernales en la parte más fresca de la casa, bajo la regadera del baño, en posición fetal. Ayer 7 de junio no pudo más. La veterinaria la examinó, diagnosticó y le aplicó la “muerte digna”. La enterramos en el jardín, cerca del castaño que, está también en espera de mis cenizas.
M.G.