Magno Garcimarrero
Mi anciana tía Francis sabía muy bien cuando iba a llover sin necesidad de consultar el parte meteorológico, su experiencia como profesora rural le había enseñado a distinguir los barruntos temperamentales del clima, de la parrazón que inequívocamente traía un aguacero de padre y señor nuestro, así que cuando vio el vientre negro de las nubes apresuró a su hija para que subiera los sesenta escalones del edificio donde vivían, para ir a destender la ropa del tendedero que estaba en la azotea.
Mi prima, a pesar de su sobrepeso se apresuró obediente, en medio de jadeos llegó a la cima y, cuando desprendía de las pinzas la última prenda, oyó que su madre le gritaba desde el fondo del cubo de luz:
“Minaaa, échame el delantal que quiero empezar el quehacer”.
Mina se asomó por el brocal del cubo de luz y vio a su madre cuatro pisos abajo manoteando y pidiéndole con urgencia el mandil, así que con absoluto olvido de los experimentos que Galileo hacía allá por el año 1600 en la torre de Pisa, lanzó el trapo al vacío y este, con la suave briza que preludiaba el chubasco, se extendió y comenzó a girar como un papalote a la deriva.
Mi tía con los brazos extendidos hacia el cielo y los ojos fijos en el delantal, comenzó a girar al ritmo de la tela expandida en todo su tamaño y a la tercera vuelta que dio sobre sí misma, se mareó, se le enredaron los pies y cayó de espaldas sobre la atarjea central del patiecillo.
El delantal girando girando vino a posarse justamente sobre el rostro de mi tía que yacía sobre el piso, mientras Mina gritaba desde la azotea con alarma exagerada:
“He matado a mi madre, Dios mío, he matado a mi madre”.
Y mi tía apenas con fuerzas para respirar después del sofocón, se quitó el mandil del rostro y con el poco aire que le quedaba en los pulmones dijo a media voz a su hija:
“Pendeja, lo hubieras hecho bola pa’que cayera parejo”.
M.G.