El Ágora
Octavio Campos Ortiz
Los juegos olímpicos de París reúnen a atletas de cerca de doscientas naciones que todavía compiten bajo el lema establecido por Pierre de Coubertin en 1896: Citius, Altius, Fortius (más rápido, más alto, más fuerte) y buscan romper marcas mundiales en diversas disciplinas. Ya no son los eventos religiosos-culturales de los griegos en honor a Zeus, allá por el año 776 a. C. Pero mantienen el mismo espíritu de paz, aunque ahora no se dan esas treguas en zonas beligerantes.
En la actualidad, el competidor olímpico no solo es un embajador de paz, encarna la unidad nacional, es un gladiador que representa a un país que va por el triunfo, por la gloria, no solo a título personal, también demuestra el poderío de su raza, el deporte como expresión de su idiosincrasia, la manifestación sociocultural de una soberanía que quiere imponer su supremacía al más puro estilo nihilista.
El deporte es parte fundamental de la idiosincrasia de los pueblos y refleja el grado de desarrollo de una nación. El deporte es más que una expresión lúdica. Como en la economía, la tecnología, la ciencia, las humanidades o cualquier actividad humana, los gobiernos del mundo quieren sobresalir, ser los mejores, quieren triunfar, ganar, llevarse los laureles, las medallas, pero también buscan exportar modelos económicos, imponer tecnología para la guerra misma, fabricar armas para vencer.
Cada ciudadano lleva una carga genética del desarrollo que han generado los gobiernos para trascender, ir más rápido, más alto y ser más fuertes, incluso en la carrera armamentista. En esta visión de triunfo, el deporte es una actividad que suple en ocasiones a la Guerra Fría, el medallero olímpico se convierte en un tablero de ajedrez, donde el jaque mate al rey es posicionarse en primer lugar, vencer también a los enemigos ideológicos, comerciales, tecnológicos, intelectuales.
La Alemania nazi entendió muy bien la importancia de la formación de atletas como expresión de una raza, de una supremacía, representación de la unidad nacional. Por eso el propagandista Goebbels incluyó en su ministerio al deporte, como lo hizo con el cine y la educación. Formar jóvenes física y mentalmente superpreparados era tan importante como manipular conciencias y mantener obnubilada a la sociedad en aras de un objetivo común: la unidad nacional en torno del nacismo.
Toda proporción guardada, el Estado contemporáneo debe ir ese objetivo a través del deporte. Invertir recursos y tiempo en la capacitación de sus atletas para que ganen medallas, asimismo para que el mundo conozca el sistema de gobierno que los hizo triunfar.
Lamentablemente en México vamos a la inversa de lo más rápido, más alto, más fuerte. No existe en nuestro país una política deportiva que forme atletas de alto rendimiento que muestren la fortaleza idiosincrática del mexicano; la burocracia deportiva ha castrado nuestro espíritu combativo de las guerras floridas.
No han sabido inculcarnos la ambición de triunfo ni el motor del trabajo en equipo; forma parte de nuestra razón de ser el conformismo y la mediocridad, nos creemos que lo importante no es ganar sino competir; mostramos el lado más flaco como país, la abulia para competir y ganar, el conformismo, el ver como algo natural el estar a media tabla y contentarnos por estar entre los quince primeros lugares si bien nos va. Esa actitud derrotista la fomentan además los medios de comunicación; cronistas que estallan de júbilo y hasta se desgarran las vestimentas porque fulanito o zutanito ocuparon el quinto o el octavo sitio, muy lejos de las preseas, pero “pusieron muy en alto el nombre de México”.
La burocracia deportiva ha estado dirigida por políticos, imposiciones presidenciales o deportistas mediocres que no alcanzaron hueso como representantes populares. La actual administración, siempre bajo la sospecha de corruptelas nunca aclaradas y menos castigadas, al amparo de la impunidad gubernamental, destruyó cualquier desarrollo estructural deportivo.
Preocupada más por hacer negocios, la titular de la CONADE quitó las becas a los atletas -a pesar de los patrocinios empresariales-, desapareció federaciones, abandonó a los pocos deportistas de alto rendimiento a su suerte, como las niñas de nado artístico sincronizado, a quienes recomendó vender calzones o toperware para financiar su debido entrenamiento. Mientras la señora, como bon vivant, degustaba en restaurantes caros los competidores mexicanos hacían su mejor esfuerzo.
No somos buenos para los deportes de conjunto, pero si para las disciplinas individuales, sobre todo cuando hay hambre de éxito, como los boxeadores, los taewondoines, los otrora famosos marchistas de la mano de Jerzy Hausleber, los clavadistas, los centauros, entre otros.
México no debe estar condenado al fracaso perenne, así como destacamos en la ciencia, las artes, la literatura, lo podemos hacer en el deporte cuando se erradiquen las mafias burocráticas, se impulse desde ahora a los niños que nos representen dentro de quince años, que se les inculque la mentalidad triunfadora, el hambre de éxito y se apoye la preparación físico-atlética de las nuevas generaciones. El nuevo gobierno debe saldar esa asignatura pendiente y no tener el derrotismo como destino manifiesto.