Relatos dominicales
Miguel Valera
Casi todos los días me gustaba jugar en ese árbol del campo de don Tacho, sembrado de maíz y calabazas en temporada de lluvias. No estaba cerca de la casa de mis padres, pero disfrutaba caminar entre el zacatal de la parcela de don Gaudencio y la milpa de don Efrén, dos de los hombres más viejos del pueblo, a quienes recuerdo por sus camisas azules o caquis de manga larga, esas que sus hijos, trabajadores de Tubos de Acero de México (TAMSA), les habían regalado, ya viejas y rotas.
Unas veces al salir de la escuela al mediodía u otras por la tarde, luego de comerme un caldo de cola de res con papas, chayotes, calabacitas y plátano macho en rodajas, me encaminaba a ese sitio, con algún libro en mano. Por cierto, ese caldo de res era el que más me gustaba, sobre todo cuando a las tortillas recién hechas, esponjadas al salir del blancuzco comal, mi madre les untaba salsa de molcajete, un pedazo de queso blanco o frijoles refritos.
Me gustaba pasar la tarde debajo de ese árbol —frutillo, le llamábamos—, leyendo, jugando con ramas secas o viendo caer las pequeñas frutitas rojas o amarillas, pensando en la historia que el maestro Pancho Mora nos contó de cómo la caída de una manzana inspiró al joven Isaac Newton a formular su Teoría de la Gravitación Universal. ¡Qué loco!, pensaba en mi mente de niño. ¿Y por qué las hormigas no se caen al caminar por el tronco del árbol y sus ramas?, anotaba en una de mis libretas, con el título “Apuntes científicos”.
Al caer la tarde corría a casa para la cena, que me gustaba, no sólo por las tortillas fritas con frijoles, queso, salsa y cebolla que mi madre ponía abundantemente sobre la mesa, también por las pláticas con candil de petróleo, ya que aún no teníamos servicio de luz eléctrica, y por las historias de fantasmas que mis hermanos contaban.
Así pasaban mis días entre el ir y venir de la escuela, entre el reverdecer el cañal cortado dos veces al año y la pelea con las comadrejas que se querían comer todo lo que en esa tierra se sembraba. Debido a la actividad que se generó en casa por la cosecha, dejé de ir al árbol de frutillo cuya sombra tanta tranquilidad me dejaba. Una tarde, cuando el sol ya empezaba a esconderse, regresé con un libro de poesía que me había prestado el maestro Claudia Peralta.
Me quedé petrificado. Un aire frío recorrió mi cuerpo. Inmóvil, estupefacto, quise salir corriendo, pero la curiosidad, como un latigazo eléctrico, me impulsó a seguir viendo. Ahí, en una de las ramas del árbol estaba colgado un hombre. Desde que venía saliendo de la finca de don Efrén me habían llamado la atención un grupo de zopilotes que sobrevolaban. Al llegar a mi árbol encontré la explicación. Las aves carroñeras ya le habían sacado los ojos a ese hombre y los demás animales le habían roído sus ropas, sus mejillas, la carne del cuello y de sus manos.
Luego de mirar alrededor, como si buscara a alguien, salí corriendo. ¿Qué te pasa?, me preguntó mi madre. ¡Hay un hombre muerto en el árbol de la finca de don Efrén!, le contesté. Mi madre llamó a mi padre, a los vecinos y todo el pueblo fue a ver de quién se trataba. Llamaron al Comisariado Ejidal. No era ninguno del pueblo, pero a mí se me quedó grabado en los ojos, en la memoria y en mis sueños. Durante muchos años, me dijo mi madre, ya de grande, despertaba gritando, con los ojos bien pelados. Me hicieron limpias, me llevaron con el cura, me hicieron de todo, hasta que un día esos sueños se fueron y también se fueron mis visitas a ese árbol que tantos sueños abrazó conmigo.