De memoria
Carlos Ferreyra
No todo en la vida puede ser infortunio; también, ocasionalmente, aparecen algunos hechos que le dan a uno la calidad de privilegiado.
Mi escritor predilecto es, naturalmente, José Rubén Romero, y enlisto las causas:
Vecino en Tacámbaro de mi madre, María Elena Carrasco Sandoval, imprimió su primera obra poética en la imprenta del abuelo Rafael. Además, su personaje emblemático “Pito Pérez” existió, pero fue un sujeto rechazado por su familia, que era gente de alcurnia. De las obras de Romero, destacó la existencia del librado “Barajas”, que algunos insistían en llamar Libidiano por primer nombre, pero todos coincidían en llamarlo “Moscan Lechi”.
Don Librado, tío abuelo casado con una hermana de mi abuela materna, era de un moreno acharolado y, como suele suceder, gustaba vestir ternos inmaculadamente blancos y solo los zapatos en dos colores: blanco y negro o blanco y café.
Otro personaje del memorioso escritor michoacano fue don Salustio Amezcua, cuyo hijo, “Tuto”, era mi buen amigo en Sahuayo, donde eran propietarios de la botica. No existían las farmacias ni la medicina de patente.
Las travesuras de “Pito Pérez” fueron legendarias en Ario, donde vivía Librado; Tacámbaro, donde se originó la rama Carrasco de mi familia; en Pátzcuaro, y en las iglesias de la meseta Tarasca, donde el inquieto aventurero acostumbraba treparse a los campanarios para tocar arrebato, anunciando su presencia en el poblado.
Varios otros personajes pude conocer, pero solo con los mencionados sostuve una cierta cercanía amistosa. En el caso de Librado, conviví toda mi infancia con sus hijos Joaquín, Daniel, Enrique y la adorable tía Sofía, “Chofi”.
Ellos no le daban importancia a las novelas de José Rubén Romero porque decían que todas eran parches de las “plantillas” recogidas en voz pública. Plantillas le llamaban en aquel tiempo a cuentecillos y leyendas no siempre ciertas de sucedidos y personajes en Michoacán.
Como sea, haber conocido e inclusive haber tratado personalmente algunos de los sujetos literarios de las memorias de Romero significó un privilegio que se repetiría a través del tiempo.
Ya adulto, cuando como periodista me relacioné con varios escritores, aunque ninguno utilizara personajes de la vida real, hago excepción de Fernando Benítez y su novela “El agua envenenada” porque en la revuelta que provocó el hecho cruzábamos por la antigua capital del reino de Tajimaroa, actual Ciudad Hidalgo; transitábamos rumbo a Morelia y cruzamos cuando incendiaban la residencia del cacique de la Peña.
Naturalmente, conocí y sostuve amistad con los autores de las crónicas del 2 de Octubre, excepto la “Pony”, cuyo descarado plagio de las memorias de Luis Gonzales de Alba terminó por hacer creer que su hermano había muerto durante los sucesos. Falso. Andaba en otros enredos.
Emanuel Carballo, autor de la magistral obra “Protagonistas de la literatura mexicana”, fue conducto para conocer a muchos otros escritores, pero en verdad no todos dejaron huella.
Luis Spota, con el que colaboré en la emisión de su programa de TV “Cada noche lo inesperado”, me asombró por la facilidad con que manipulaba lo que se decía públicamente sobre la sucesión para hacer su serie de obras bajo el genérico de palabras mayores.
Tuve amistad con escritores jóvenes, pero solo resaltaría a Luis Carrión y su premiada novela “El infierno por todos tan temido”, obra que queda incluso como denuncia de una etapa de la asistencia social en varios países.
Orlando Ortiz, “La violencia en México” otro gigante de las letras nacionales.
Otros amigos escribieron novelas que fueron muy menores y no quedarán en el recuerdo de nadie.
Lo mismo, considero un privilegio cuestionable o no el haberlos conocido.