Mauricio Carrera
Ricardo Garibay nació en Tulancingo, Hidalgo. Un mero accidente del destino, según él.
Al hacerse famoso, no faltó quien quisiera que una calle de su ciudad natal llevara su nombre. Halagado en su enorme vanidad, aceptó. Se le invitó a una ceremonia donde develaría una placa. Se imaginaba un bulevar, una arteria importante. Nada que ver.
“Era una callecita de terracería, más cochambrosa que las de mi niñez. Dije: así, no”.
Lo dijo frente al gobernador del estado.
Garibay, fiel a sí mismo, creía en algo: “Ser sumamente humildes frente al oficio y sumamente soberbios frente a los demás, no arrodillarse jamás ante nadie, ser verdaderamente un lépero ante la autoridad y un perro con la cola entre las piernas ante el propio afán de escribir; nada más”.
Agregó ese día, en son de protesta:
-Mínimo, que hubiera sido una calle con camelloncito.
“Leñe”, se le escuchó decir. Y se fue.