Por Jafet R. Cortés
Cada momento que pasaba, el aire llegaba menos; las piernas, los brazos, las ansias, volvían todo más pesado, congelados por los embates del aire que golpeaban sin piedad. Quería llegar a toda prisa a la cima, no por el deseo de la gloria, sino por el miedo de caer y perder todo lo que había logrado avanzar.
Pensé en aquel primer momento que me atreví al ascenso, por aquel impulso de aventura, dejando que mi vida pendiera de un endeble hilo. Entre extremidades destrozadas y el agotamiento mental, cada decisión se volvía más complicada de tomar; la apuesta subía, cualquier error costaría todo.
Qué pasaría si las consecuencias de nuestros errores, por más ínfimos que parezcan, desembocaran en nuestra muerte, cambiando únicamente las circunstancias, pero reduciéndose a ese fin, el término de todo. Indudablemente esa premisa nos haría cambiar, quizás, a una velocidad que nosotros mismos no tomaríamos por voluntad, forzándonos a la necesidad de hacerlo o perecer.
Los cambios llegan a mayor velocidad cuando las consecuencias de equivocarse son graves, así, la vida misma nos obliga a movernos de donde nos encontramos, buscar nuevas opciones, salir de nuestra zona de confort, despegarnos de aquellas conductas que nos regresan al mismo punto de partida, una y otra vez.
La normalidad es que las lecciones lleguen después de un tiempo, cuando hemos rebotado de un lado al otro, tropezándonos con todo lo que podemos; en ciertas ocasiones equivocándonos bajo ambientes controlados, salas de prueba diseñadas para afrontar el cambio sin que esta duela, para que, al salir a la vida, no cometamos esos mismos errores.
Así, la transición sería más suave entre el error y el cambio. En el trayecto nos tomamos nuestro tiempo, que a veces excede lo necesario; vamos sumiéndonos paulatinamente en el más recóndito, oscuro y lúgubre de los espacios, donde las consecuencias aguardan para despedazarnos, engullirnos, hacernos suyos y entre murmullos decirnos al oído que nos lo habían dicho, avisando en más de una ocasión que cambiáramos, pero no quisimos hacerles caso.
No sé si no cambiamos por necedad, por orgullo, o simplemente porque no nos percatamos que estamos en un error; quizás no percibimos la utilidad de equivocarnos, como una muestra de aquella necesidad de aprender todas y cada una de las valiosas lecciones que tiene consigo caer y levantarse distintos; en vez de eso, caemos y en muchas ocasiones nos levantamos igual que como caímos, pensando que todo está bien en nosotros, así como está.
La inteligencia está definida como aquella capacidad de resolver, pero no sólo es eso, sino que abarca también aquel aprendizaje que podemos llevarnos de nuestros aciertos y errores, para que utilicemos ese conocimiento en situaciones futuras, cambiemos.
Dicen que nada cambia, si nada cambia; si todo sigue igual, si las lecciones no llegan a marcarnos con fuego; si los tropiezos no nos cuestan la vida o por lo menos nos sacan sangre, todo sigue, así como está; así es como volvemos una y otra vez al mismo punto de partida.
Cuántos errores nos quedan por tomar; cuántos tropiezos debemos cometer para actuar distinto, dejar aquello que nos lastima, modificar la ruta.
Una entrega de Latitud Megalópolis para Índice Político