Ricardo Del Muro / Austral
En una caótica sesión nocturna en el Senado se aprobó en la madrugada de este viernes la reforma que establece la improcedencia de amparos y controversias contra las reformas a la Constitución.
Después de la estrepitosa derrota de la alianza opositora en el pasado proceso electoral, el proyecto de reforma a los artículos 105 y 107 constitucionales avanzó con la mayoría legislativa de Morena y sus aliados en comisiones, en medio de una polémica desatada desde su origen por reforzar la soberanía del Poder Legislativo frente al Judicial y las calificaciones de impulsar una supremacía constitucional.
La medida, evidentemente, surge como un mecanismo para blindar las reformas constitucionales recién aprobadas por la mayoría morenista en el Congreso de México como la elección de jueces, que ha recibido al menos dos suspensiones por jueces federales, y otras como la eliminación de órganos autónomos, en medio de acusaciones y protestas de trabajadores, magistrados, jueces y grupos de opositores.
En respuesta, el poder Ejecutivo, a través de la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, presentó una lista de resoluciones y amparos – los excesos del poder Judicial – que presuntamente han tenido como objetivo “paralizar proyectos importantes entre obras públicas o políticas de bienestar (…) También ha retrasado la emisión de resoluciones y sentencias generando impunidad y negando el acceso a la justicia”. El gobierno también ha denunciado los salarios millonarios que reciben algunos jueces, ministros y magistrados, por encima del salario de la presidenta.
El debate en el Congreso ha generado un enfrentamiento entre poderes; una situación inédita en el México contemporáneo, que no había ocurrido desde la época de la Reforma a mediados del siglo XIX y ha resucitado un viejísimo conflicto que, sin exagerar, surgió a partir de que los jacobinos franceses, en la asamblea constituyente en 1789, defendieron la soberanía popular. El pueblo, en términos del abate Sieyes, tiene el poder constituyente, es decir, el poder de determinar la forma de gobierno; es el único que puede darse sus propias leyes y es el único que puede modificarlas.
La discusión en torno a este tema no se agotará con la aprobación del Congreso y, evidentemente, va más allá de los planteamientos que han hecho políticos y magistrados. Los alcances y límites de la tensión entre constitucionalismo y democracia, incluso han sido objeto de un amplio debate filosófico, que de acuerdo al maestro Francisco Cortés Rodas (2012), pueden distinguirse dos principales posturas en torno a esta oposición:
El constitucionalismo populista, representado por John Locke, Jean Jacques Rousseau, Emmanuel – Joseph Sieyes y Thomas Paine, que afirma que la voluntad soberana expresada democráticamente no puede ser limitada por ninguna norma ni poder. Y el constitucionalismo democrático, representado por James Madison, Alexander Hamilton, Benjamin Constant y Luigui Ferrajoli, el cual afirma que la función básica de una constitución es negativa: quitarle ciertas decisiones al proceso democrático.
Así, las preguntas –vigentes en el debate que hay en México – que Cortés Rodas plantea en su artículo son: ¿Es aceptable que la función básica de una constitución consista en limitar el poder de decisión de los ciudadanos en el proceso democrático? ¿Es el constitucionalismo liberal fundamentalmente antidemocrático? ¿Puede justificarse un sistema democrático que obstaculice la voluntad de la mayoría? ¿La voluntad soberana, expresada democráticamente, puede ser limitada por alguna norma o poder? ¿Por qué deberían los representantes políticos de la generación actual respetar las reglas específicas en materia de derechos que fueron establecidas por una generación pasada, que ya ha abandonado la escena política?
En la democracia constitucional – señala en sus conclusiones – la ley debe ser el resultado de la soberanía popular, es decir, de la participación en su construcción de todos los posibles afectados por la ley. Porque sin soberanía popular no hay legitimación política de la ley, solamente dominación. Pero la prioridad de la soberanía popular – o de un poder constituyente permanente y radical – sobre los principios de la autonomía liberal y civil puede conducir a que se identifique “democracia” con la omnipotencia de la mayoría. Contra esta posibilidad sostengo que la soberanía popular debe ser limitada por el derecho – la Constitución – como garantía de los derechos fundamentales.(Rodas, La tensión entre Constitucionalismo y Democracia, Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia, 2012).
El hecho es que, México “se ha metido en un embrollo legal que aún no ha resuelto la democracia en ninguna parte”, como señalaron Elia Castillo y Carmen Román, periodistas de El País, donde también plantean varias interrogantes, empezando una fundamental: ¿Son suficientes las mayorías para decidir todo o necesitan contrapoderes? (El País, 23 de octubre).
Y ha sucedido que, mientras los legisladores y políticos estaban enfrascados en el debate de las reformas constitucionales, se realizó el XVI Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional 2024, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, que – curiosamente – llevó como tema fundamental: El Constitucionalismo para la democracia del siglo XXI.
En la inauguración del evento, la presidenta del Poder Judicial de la Federación (PJF), Norma Piña Hernández, afirmó que “los derechos humanos están en riesgo cuando el poder, de cualquier tipo, no puede ser contenido, frenado y controlado”. Además subrayó la trascendente necesidad de un análisis profundo sobre el impacto de la reforma en la impartición de justicia y sobre todo en los derechos de las personas, en la división de poderes y en la conformación misma de un estado constitucional y democrático de derecho”.
Por su parte, el rector de la UNAM, Leonardo Lomelí, dijo que “hoy más que nunca el Derecho Constitucional enfrenta el reto de adaptarse a nuevas realidades sociales, políticas y culturales, ya que la globalización, las crisis económicas recurrentes, la emergencia climática, la brecha de género y el vertiginoso avance tecnológico han puesto a prueba prácticamente todos nuestros preceptos. En este contexto – puntualizó -, nuestras normatividades deben modernizarse, sin renunciar a los principios centrales del Estado de derecho”. RDM