Mauricio Carrera
Anticlea se revolvía en la cama, en un duermevela inquieto, preocupado. El robachicos le quitaba el sueño, y cuando podía dormir, se le aparecía en pesadillas casi reales. Imaginaba a un hombre con costal enorme, sucio y rugoso, que vigilaba a Odiseo.
-El lestrigón, el lestrigón –murmuraba como una advertencia.
Empezaba a dormirse, cansada como estaba. “Le gusta mi niño”, razonaba con miedo en ese territorio onírico donde el terror y la maravilla se funden con lo oculto e inexplicable.
Una vez, no hacía mucho, en su puesto de tacos, mientras un licenciadillo de traje arrugado y zapatos viejos se comía unos de tinga, algo le picó, y entre bocado y bocado, se puso muy platicador. Ya ni recordaba por qué, pero dijo que en lugares como Vietnam y Laos era costumbre que a niños y niñas les pusieran nombres como “Feo”, “Horrible”, “Huele a mierda”, “Pavoroso”.
-Es para desconcertar a los demonios, para que no los roben y los lleven a sus guaridas –remató el licenciadillo, antes de pedir uno de rajas con crema y un agua mineral.
Anticlea, en su sueño, dudó en llamar a Odiseo “Esperpento” o “Grotesco”, pero de su boca no salíó nada, presa de una angustia que la enmudecía.
“Lestrigón”, se repitió.
Así llamaban al monstruo. Robaba niños, violaba niños, comía niños.
Se persignó. Lo hizo en sueños. Se preguntaba: ¿Cómo puede existir gente así?
El lestrigón asolaba el barrio. Los restos de sus víctimas eran tirados como basura en lotes baldíos.
Lo de “lestrigón” se le había ocurrido a un periodista, el de la tele, ese que sólo hablaba bien del presidente, el del noticiero de la noche. Se las daba de culto, lo había leído en un libro de aventuras donde los lestrigones eran una tribu de caníbales gigantes. Así lo bautizó tras de que la policía dio a conocer su modus operandi. El nombre pegó y ahora en periódicos y en la calle se referían así al robachicos.
-Lestrigón hijo de su tal por cual… -decía la gente.
-Es el hijo de un secretario de gobernación, por eso no lo agarran –tenían sus teorías.
Anticlea temía lo peor. Un descuido, y qué tal si se robaba a su escuincle.
“Que no lo quiera dios”, se dijo, como si fuera suficiente para protegerlo.
Empezó a soñar que el lestrigón agarraba a Odiseo, que lo golpeaba antes de meterlo a su saco, que se lo echaba a la espalda y que desaparecía en una calle oscura y con neblina.
Se despertó con la boca seca, presa de una angustia que le aceleraba el corazón. Trató de calmarse, sabedora que todo había sido un mal sueño.
Fue a la recámara de su hijo. Ahí estaba, abrazado a Argos, los dos bien dormiditos. Respiró aliviada.
-Mi niño, te quiero, que nada malo te pase nunca –le susurró al oído y le dio un beso en la frontera de su frente con sus cabellos.
Antes de regresar a la cama, pasó a la cocina por un vaso de agua y revisó que todo en su casita estuviera bien cerrado.