Mauricio Carrera
En Sacramento, tras atravesar el Paso Donner, sitio de un drama caníbal en el viejo oeste, Laertes se separó del grupo de trabajadores agrícolas con los que viajaba y se puso a buscar chamba. Se lo dieron de vigilante en un almacén de baterías para auto. Le entregaron una lámpara ciega y un tolete de buena madera. También, un perro. Un pitbull malencarado e inquieto, con unas manchas en la cabeza. Eran redondas y negras y daban la impresión de ojos.
-Es Argos –dijo el dueño.
Su nombre, Russell, Russell Cluff, un güero de buen tamaño que rengueaba debido a una herida de mortero en la Guerra de Corea.
Hablaba poco español, no parecía tener rencores o problemas con los mexicanos y se las daba de viajado y leído. Había estudiado literatura en alguna universidad de la costa oeste. Siempre lo vio con un libro. Unas veces Chesterton, otras Ellery Queen, otras Shakespeare, Homero, Virgilio, Raymond Chandler o Joseph Conrad.
-Toma –Russell le dejó El hombre que fue jueves, y leyó al azar una de sus frases: “Nosotros, hojeando un libro de sonetos, adivinamos un crimen futuro”.
El libro permaneció en el escritorio sin ser abierto Laertes no se atrevía a leerlo. En parte, por su poco dominio del inglés; en parte, por un miedo incomprensible de parecer bruto, de no entender ni jota.
¿Quién necesitaba de libros?, pensaba Laertes. Para él, que la vida siempre había sido trabajo y más trabajo, sólo se requería de los rudimentos de enseñanza primaria que le permitieran hacer cuentas y escribir cartas breves a Anticlea.
Se limitaba a trabajar y a recibir su salario. Hacía turnos de noche, entre semana, y de día y noche, los sábados y domingos. El perro se sentaba junto a él en la caseta de vigilancia o lo acompañaba a hacer sus rondines. No pocas veces lo vio ponerse alerta y lanzar gruñidos, ladridos de advertencia. Nada de qué preocuparse, alguna rata que rondaba o algún fulano borracho que pasara por fuera del almacén.
Argos y él, al principio recelosos, se tomaron cariño. Laertes abandonó la idea de ser atacado y mordido por el perro, que le parecía bravo, imprevisible en su actuar de ladridos y mordiscos, y le procuraba cariños, juegos, protección y comida. Le puso una colchoneta y una frazada para dormir. Argos se dejaba hacer y se mostraba noble, amigable, agradecido, leal.
-¿Por qué Argos? –le preguntó a Russell.Esa vez llevaba un libro de título El halcón maltés.Russell respiró hondo, como si a ese hombretón le costara trabajo entender o sobrellevar la vida.
Se agachó para acariciar al perro.
-¿Ves esas manchas en su cabeza? –preguntó.
-Sus ojos -respondió Laertes.
-Sus ojos, sí.
Empezó a explicar:
-En la mitología griega hay un gigante con varios ojos, al servicio de Hera, la esposa de Zeus. Su nombre: Argos. También lo conocían como “el vigilante”, por ver muchas cosas al mismo tiempo. Al tener cien ojos, podía dormir si cerraba cincuenta, pero quedar alerta con los cincuenta restantes. La diosa Hera, cuando murió, lo inmortalizó en el pavorreal, para que al desplegar su plumaje mostrara con belleza cada uno de esos cien ojos.
Laertes quedó pensativo.
-¿Y todo eso está en los libros?
-Todo eso, y más, está en los libros –respondió Russell.
Al día siguiente dejó en el escritorio de la caseta de vigilancia Colmillo blanco. Había subrayado con tinta negra una frase: “Tirarle el hueso a un perro no es caridad. Caridad es compartir un hueso con ese perro cuando se está igual de hambriento que él”.
Laertes, por la noche, tomó el libro y empezó a leerlo. Estaba en inglés. Lo hizo en voz alta, aunque con mexicano acento y sin comprenderlo del todo. Argos, echado a su lado, lo miraba de reojo, paró una oreja y parecía escuchar.