Mauricio Carrera
Laertes pasó dos semanas en el hospital “Saint Virgil”, en el centro de Sacramento.
Estuvo grave, con dos balazos. Uno, que le atravesó un pulmón; el otro, el hígado.
Russell Cluff lo encontró tirado en medio de un charco de sangre, de un púrpura subido que manaba del pecho, muy viscosa y negra la que escurría de su vientre.
Argos yacía muerto, la lengua de fuera, con un balazo en la cabeza.
Pistolas contra tolete, fue fácil someter a Laertes. Lo golpearon, le dieron de cachazos, de puñetazos, de patadas.
-¡Fucking beaner! –le llamaron.
-Fucking spic! –lo insultaron.
Cuando Argos se lanzó contra uno de los ladrones, le mordió la pantorrilla. Sus mandíbulas se trabaron. Aún cuando lo balearon a corta distancia, el tiro le entró por una oreja y al salir le vació un ojo, se quedó ahí, inerte, bien prendido de la pierna.
-¡Hijo de tu chingada madre! –Laertes quiso golpear al que había disparado contra Argos y fue recibido con dos tiros. Sintió ahogarse, el aire le faltaba. Perdió la fuerza de las piernas, “ya me llevó patas de cabra”, alcanzó a pensar y se desvaneció. Ya en el piso, volvió a ser pateado. Llegó al hospital, además, con dos costillas rotas y el rostro hinchado y raspado.
El almacén fue saqueado. Lartes no supo más hasta que se encontró en el “Saint Virgil”, sedado, la conciencia ennublada. Dos policías de civil lo interrogaron. Algo recordaba. Eran cinco o seis los ladrones, y por lo menos tres de ellos con swástikas tatuadas en el cuello o las muñecas.
-La banda de los Trump –escuchó que le decían a Russell.
Cuando salió del hospital, aún convaleció en un cuartucho que llamaba casa. Lo hizo un par de semanas más, hasta que recobró algo de ánimo y de fuerza. Se le veía delgado y más viejo. Más desilusionado. Respiraba con dificultad. Si daba unos pasos, parecía un anciano raquítico, sin bastón. Se puso a leer. Russell le llevó Para matar a un ruiseñor y lo leyó de pe a pa.
Un día decidió marchar por su propio pie al correo. Lo hizo de manera lenta, con gran dificultad. Llevaba una carta dirigida a Anticlea. Aparte de los saludos de rigor, le escribió: “Te mando dinero. Encontrarás más de la cuenta. Usa lo de siempre para la casa. El resto, para comprar un perro. Un regalo tuyo y mío a Odiseo. No importa su raza, color, si es pequeño o grande. El que escojan, ese será. Sólo te pido un favor: que se llame Argos. Sí, que su nombre sea Argos. Que nuestro hijo le diga Argos…”
No explicó las razones. Tampoco, para no preocuparla, que había sido baleado.