por David Martín del Campo
Irse a la bola. En los comicios de 1910 el resultado dio como ganador al general Porfirio Díaz Mori para ocupar la Presidencia de la República, de 1910 a 1916.
Su partido coaligado (Democrático – Científico) obtuvo el 98.96 por ciento de los votos, frente al candidato del Partido Antirreleccionista, Francisco Ignacio Madero, quien solamente logró 196 votos, equivalentes al 1.04 por ciento del electorado. Pero las cosas no quedaron ahí.
Acusado de “conato de rebelión y ultraje a las autoridades”, el candidato perdedeor fue encarcelado varias semanas, logró evadirse a San Antonio, Tejas, donde lanzó el Plan de San Luis, que incitaba: “Conciudadanos; no vaciléis un momento, tomad las armas, arrojad del poder a los usurpadores (…) Nuestros antepasados nos legaron una herencia de gloria que no podemos mancillar. Sed como ellos fueron, invencibles en la guerra, magnánimos en la victoria”, y aquí estoy.
El 20 de Noviembre es el día de la Revolución, que de algún modo fue el onomástico, también, del partido de la Revolución que gobernó, ininterrumpidamente, de 1929 a diciembre del año 2000 cuando el presidente Ernesto Zedillo entregó la banda presidencial a Vicente Fox. Lo demás, es historia. Con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), después PRM, después PRI, correría esa época denominada, sin mayor rigor, “los años del régimen”.
Mi humilde circunstancia es producto de esa épica. Mi abuelo Leopoldo era un bonancible comerciante de Cuquío, en los Altos de Jalisco, donde había logrado establecer un próspero almacén. A mediados de 1918 (en plena lucha armada) una milicia ocupó el pueblo y don Polo, esa noche, fue advertido de que a la mañana siguiente vendrían por él para fusilarlo. Acusado de espía, traidor, contrarrevolucionario, cualquier pretexto con tal de despojarlo del negocio y su ranchito.
Era lo que se acostumbraba. Y esa noche, a lomo de mula, don Leopoldo huyó por la cañada de Oblatos hasta alcanzar Guadalajara. Iban con él doña Herlinda, mi abuela, y los pequeños Enrique y Rafael, padre y tío míos, que cursarían estudios bajo la luz de una vela, “porque la luz era muy cara”. No he sabido cuál fue el generalote que decidió aquel veredicto, ¿Julián Medina Isidro Michel, Cleofas Merced, Ramón Romero, Cedano Mota?, pero me la deben. Sí, viva la revolución.
Después de la mexicana prendió la mecha. El XX fue el siglo de las revoluciones… la rusa, la española (guerra civil), la china, la cubana, la nicaragüense. Derrocar al tirano, despojar a los burgueses, hacerse del poder con un partido ceñido como haz… de donde porviene el concepto “fascista” de las huestes romanas, a fin de lograr que “el Estado impere por encima del individuo”.
Recuerdo a los maestros, cuando párvulo, y su dificultad para explicar los tumbos que significó aquel movimiento histórico. Sí, Madero derrocó a don Porfirio (y lo asesinaron), Venustiano Carranza firmó la Constitución (y lo asesinaron), Obregón fue el mejor general (y lo asesinaron), Pancho Villa fue un estratega feroz (y lo asesinaron), Emiliano Zapata defendió como nadie a los campesinos (y lo asesinaron). De modo que uno, a los once años, se preguntaba, ¿de qué se trató todo aquello? ¿Una feliz degollina? Por lo menos mi abuelo salvó la vida.
Ahora cabría preguntar, ¿y qué fue de aquellas tan célebres revoluciones? La mexicana dio el último respiro con la Casa Gris de Angélica Rivera de Peña Nieto.
La rusa se extinguió con las fallidas Perestroikas y Glasnot del apocado Gorbachev. La china comunista recuperó el capitalismo de estado cuando Deng Xiaoping planteó que el color del gato, “blanco o negro”, no importaba sino que cace ratones. La cubana, que mandaba contingentes de “gusanos” a Miami, ahora expulsa columnas de migrantes que inician en Tapachula. La nicaragüense, luego hablamos. La “bolivariana” de Hugo Chávez que terminó como el pajarito consejero de Maduro. La Guerra Civil de España (que no revolución), acabó con las asonadas que se sucedían desde el siglo XVIII y modernizó al reino de Castilla.
Sin embargo perdura la violencia como sinónimo de las revoluciones. Y su épica, decíamos, poblada de mártires, canciones, himnos (La Marsellesa), desfiles militares, asonadas, folklor (Adelitas y Juanes), ideología y más ideología. Los héroes dejan de ser humanos, ascienden al cielo republicano, resucitan en los monumentos y las avenidas.
Así que la celebridad de las revoluciones está en entredicho, aunque la humanidad no sería lo que es sin esos periodos violentos de mutación. La política abandonando el diálogo para empuñar el machete, los fusiles y la guillotina. Llega el 20 de Noviembre y los atletas obreros marchan en las avenidas. “Gracias, señor presidente”, se leía en sus pancartas de antaño. Ah, la celebración de las cananas y “la bola” que se hizo régimen tricolor, hasta que se desbieló.