Odisear / 22
Mauricio Carrera
Yomero era ciego, y no. Ciego cuando le convenía, para despertar la compasión de la gente; y no, cuando sus ojos se ponían en piloto automático y volteaban ante el atractivo vaivén de señoras y muchachas de buen ver. Lo hacía escudado en sus lentes oscuros modelo Rigo Tovar. Tenía otros, estilo José Feliciano y Ray Charles.
Claro, era cauto y se comportaba como si su mundo fuera el de las tinieblas. De hecho, así comenzaba su perorata: “Que nadie llame a lágrima o reproche que Dios, en su magnífica ironía, me dio los libros y la noche”. Entonces añadía aquello del accidente que sufrió de bebé, cuando su mamá, cautiva de la enfermedad del alcoholismo, lo dejó caer sin proponérselo, “¿o sí?”, preguntaba para azuzar la duda, y el pobre niño dio de lleno con su párvula humanidad de frente en el duro suelo, para quedar ciego de inmediato.
-Me gano la vida compartiendo poemas de mi autoría –infló el pecho como si publicara en Letras libres, en Nexos o en El libro vaquero.
Pocos en el metro voltearon a verlo. Algunos bostezaron, hartos de la vida cotidiana. Tal vez tampoco entendían a qué se refería con eso de compartir un poema. O sí, y por eso bostezaban.
Añadió:
-Comparto estos humildes poemas con ustedes con la esperanza de que sean de su agrado. Si les gustan, pueden adquirirlos. Una verdadera ganga. Diez pesos el poema, impreso en una hoja volante que pueden llevar a su domicilio para que lo reciten a su novia, a su esposa, a sus hijos. Sin duda, un toque de alta cultura que agradecerán como un abrazo del alma para el alma…
Estaban entre Villa de Cortés y Xola, una mañana fresca, casi transparente, de un débil sol invernal.
-Mi ayudante, a quien llamo Lazarillo, porque ayuda a este pobre ciego -señaló a Odiseo, quien sonrió entre apenado e incómodo-, pasará con ustedes con los poemas. Favor de pagar con cambio. Billetes de quinientos pesos hoy no aceptamos…
Si fue un chiste, nadie se sonrió.Llegaron a la estación Xola, donde Yomero recordó haber tenido una novia que lo trató mal, de la Álamos. Cuando cerraron las puertas, engoló la voz y empezó a recitar:
“No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,/ sin haber sido un poco mas feliz,/ sin haber alimentado tus sueños./ No te dejes vencer por el desaliento./ No permitas que nadie te quite el derecho de expresar lo que tú eres, lo que es casi un deber./ No abandones tus ansias de hacer de tu vida algo extraordinario…/ No dejes de creer que las palabras, la risa y la poesía/ sí pueden cambiar el mundo…”
Como sonaba a autoayuda, hubo varios que buscaron entre sus bolsillos y sacaron sus monedas de diez pesos. Ah, qué palabras tan sabias. Qué caricia para el alma, qué manera de alentar a quien sufre debido a la explotación del trabajo y la plusvalía capitalista. Ah, la poesía. Qué pinche ciego tan sangrón pero tan inspirado.
Odiseo, a sus nueve años, recogía el dinero y repartía las hojas. Así se ganaba la vida. Era el encargado de ir a la papelería y sacar las fotocopias. Y si Yomero lo decidía, intercambiaban papeles. Odiseo era el que recitaba el poema para ayudar al ciego, que la hacía de su “papá”. Se aprendió “Carpe diem”, no de Yomero sino de Walt Whitman, y aquel de “¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”, no de Yomero sino de Mamado Nervo, se reía.