Mauricio Carrera
Penélope creció, se hizo atractiva a los hombres y tuvo pretendientes que intentaron conseguir sus favores.
Ahí estaba Antinoo, que ah pa nombrecito se cargaba, bajo, gordo, glotón y confianzudo. La invitaba a restaurantes buenos y loncherías baratas, sabedor que el amor entra por la panza y sale por la ventana.
Ahí estaba Eurímaco, otro que ah pa nombrecito se cargaba, alto, flaco, borracho, de cartera presta y repleta para cumplir cualquier capricho de las damas.
Ahí estaba también Demoptolemo, que tenía nombre de medicina para surtirse en botica de pueblo, quien le regalaba aretes, flores, perfumes y toda clase de chucherías de las que se suponen placen a las mujeres, tan desinteresadas.
A esos nombres podían agregarse los de Federico, Euryades, Agustín, Ctesippus, Fernando, Polybus, Brayan, Eurynomus, Sebastián, Peisander, Austreberto, Leodes, Porfirio, Elatus, Marcial, Diego Mauricio, y muchos más, quienes querían con ella, para entretenerse en saber de las cosas que escondía su alma y sobre todo su cuerpo.
Penélope los rechazó a todos. Uno a uno les dijo que no. Lo hizo de manera tajante, aunque cuidadosa de no herir sus sentimientos nobles.
-Estoy muy ocupada –les dijo-. Tengo un pedido de mil chambritas. Cuando termine de tejerlas, hablamos de arrumacos.
Argos, que la secundaba, les ladraba a todos. Su gruñido de dientes a la intemperie era feroz y amenazador. Seguía siendo el mismo perro huraño que le aullaba a la luna y que amagaba con morder a quien se acercara a su dueña, la guapa Penélope. Ya no era un cachorro sino todo un cánido hecho y derecho, buen guardián y celoso de sus deberes, entre ellos, el de ahuyentar a cuanto pretendiente se acercara.
-Muy bien, Argos, muy bien. Tú espántame a las moscas y a los tlaconetes –y le daba una caricia que reconfortaba al perro como si le ofrecieran un kilo del mejor filete.
Sucedió un día lo impensable.
Penélope dio su manita a torcer a un muchacho que conoció en una fiesta de la escuela. Su nombre, Emilio Maldonado. Era guapo, simpático, de trato tal vez un poco burdo pero caballeroso, que jugaba futbol americano. Era el coreback de los Troyanos de la Álamos, equipo de intermedia que se perfilaba a ganar el campeonato.
Penélope no estaba loca por él, pero como sucede en todas las decisiones amorosas, era el menos peor entre todo aquel rebaño de zánganos, creidotes, brutos, poco leídos, con halitosis, sangrones, acosadores, seguramente eyaculadores precoces, que constituía el común denominador de sus pretendientes.
Emilio Maldonado era igual de creído y poco leído, pero ah qué bonito lanzaba pases y corría y anotaba touchdowns. Se creía soñado, pero qué bien se veía con sus fundas y sus hombreras, su casco y su yersey verde, dorado y blanco de Troyano.
Penélope le enseñó el balón de futbol americano, sí, el mismo que le perteneció a Odiseo, regalo de su padre cuando andaba de centurión romano en un casino estadunidense, el mismo que le regaló Anticlea junto con Argos, y se pusieron a jugar. Él le lanzaba pases y ella los atrapaba, y viceversa. Él actuaba de core y ella de half, y practicaban jugadas directas, de atracción, de counter o resbaladas. El amor empezó a surgir como quien medita si es mejor patear de despeje o jugársela en cuarta oportunidad y poco yardaje. Él quería todo con ella, actuaba como si viera las diagonales muy cerca, y casi a punto de ser tacleado, esquivara a todos con su segundo y tercer esfuerzo. Ella, sin embargo, no estaba tan segura. Penélope, aunque había aceptado salir con él, era cauta. Había besitos y manos sudadas, pero hasta ahí. Cuando Emilio Maldonado se quería pasar en el tono y cachondería de sus caricias, ella le ponía un alto. Estaba entusiasmada a su lado, también insegura, como si advirtiera en la defensiva algo que no le gustara y supiera que era necesario cambiar la jugada en la línea de golpeo.
A esta sensación contribuía Argos.
De todos sus pretendientes, a Emilio Maldonado era al que más ladraba y gruñía. ¿Por qué?
Un día, con intenciones de ganárselo, llegó a casa de Penélope con un cuarto de jamón de pierna. Lo hizo taquitos y le ofreció al perro.
-A ver, lindo perrito. Ven, mira lo que te traje…
Argos no se dejó tentar. Se le lanzó directo a la mano, como tiburón blanco en persecución de una foca. El muchacho se salvó por un pelito de rana calva de la furiosa tarascada, que lo hubiera convertido en el Troyano manco de la Álamos.
-¿Y si mejor dejas a Argos en casa? –le pidió un día que salieron.
Penélope lo hizo, aunque en el cine se sintió incómoda todo el tiempo.
Cuando Emilio Maldonado la convenció de ser porrista de su equipo, ella aceptó, si bien con una condición: que le dejara llevar al perro.
Así, Penélope con todo y Argos se puso a practicar sus rutinas de porrista junto con las hermanas o novias de otros jugadores, en el campo de entrenamiento de los Troyanos, en el parque de la Alamos, junto al observatorio de Cri-crí, donde ahora hay canchas de basquetbol y futbol rápido.
De porrista, con su falda color verde, su blusa blanca y sus pompones dorados, alentó a Emilio Maldonado en cada uno de sus partidos. Los Troyanos le ganaron a los Peloponesos, a los Persas, a los Medos, a los Atenienses, a los Tesalios y a los Corintos con facilidad, y sólo sufrieron contra los aguerridos Espartanos. Fue un encuentro de poder a poder, de acciones riñonudas y de estrategias. Pudieron derrotarlos en los últimos segundos con una espectacular atrapada de Priamo de la Fuente a un certero pase de Emilio Maldonado, para pasar a la gran final.
Se enfrentarían, para ganar el campeonato de liga intermedia, contra la muy poderosa escuadra de los Aqueos, con su magnífico coreback Ulises Rosas y su gran linebacker Agamenón Viveros.