Magno Garcimarrero
En una tarjeta de tamaño mediano, en cuya esquina superior izquierda lucía una flor de pascua resaltada, leí el siguiente texto escrito en letras de molde, simulando manuscritas: “Ruego a usted aceptar el presente obsequio, con mis felicitaciones y parabienes, con motivo de la navidad y el año nuevo”, firmado: Lic. Mengano de Tal. En el reverso de la tarjeta se leía la siguiente nota: “El valor de este obsequio no rebasa lo autorizado por la Ley de Responsabilidades para funcionarios públicos en sus artículos tales y tales”.
Rompí la envoltura del regalo y, cuál sería mi sorpresa al encontrarme un ánfora griega original, a juzgar por su añoso aspecto. Otra tarjeta impresa en inglés, simulando caracteres griegos, decía lo siguiente: “Ánfora panatenaica. Contiene (supuestamente) aceite sagrado de los famosos olivos de Ática. Rescatada por la expedición de J. Consteau en 1970 en el mar Egeo, al hacer el hallazgo del naufragio de la nave Argos Segunda, la que se supone zozobró en el año 269 A.C. en viaje a Roma, con un cargamento de seis mil ánforas, ochocientas urnas y doscientos congios”.
Mi sorpresa y admiración fueron mayúsculas; lo primero que hice fue pensar en denunciar el obsequio, pues de ser auténtico, su valor estaría muy por encima de lo que permite la ley recibir a los servidores públicos, por lo tanto, la advertencia escrita en el reverso de la tarjeta, sería letra muerta o viva mentira. Después preferí pensar que se trataba de un objeto bonitamente falsificado, aunque era un hermoso detalle ciertamente; finalmente decidí investigar su autenticidad, pues de no ser apócrifa, resultaría yo ser dueño de un objeto con valor de varios miles de dólares.
La mostré a toda la familia y algunos amigos, buscando una luz orientadora sobre mis dudas, pero en todos causó admiración y nada más. En un libro de historia de arte antiguo encontré la fotografía de un recipiente casi igual, a diferencia de que, la del libro tenía asas y esta no, aunque después de un examen exhaustivo de la pieza, creí ver fragmentos de lo que fueron asas, seguramente quebradas y perdidas en el histórico naufragio.
Mi ánfora terminaba en punta, de tal suerte que no podía posarse sobre un plano horizontal como es una mesa, teniendo que estar recostada; el cuerpo de la botija dejaba ver un reborde cada tres o cuatro centímetros alrededor de la pieza, como si hubiera sido hecha en torno, diseño que correspondía precisamente a la descripción enciclopédica de su manufactura. El tapón era de madera recubierto con pez ennegrecido y quebradizo por la acción del tiempo.
La única manera de asegurarme de su autenticidad, pensé, era abrirla y probar su contenido. Supuse que podría ser aceite de oliva concentrado y rancio, o quizás, de no corresponder a la suposición de la tarjeta descriptiva, contendría un añejísimo vino de uvas griegas, envasado hace más de dos mil años; eso era lo que más me entusiasmaba. Decidí no convidarle a nadie, así que con una navaja muy apropiada fui levantando la pez cristalizada del tapón, con algunos pedazos del mismo, que se deshacían por la edad, hasta que llegó a mi olfato el aroma de un finísimo aceite de oliva el que, al extraerlo pude constatar que estaba muy concentrado. Por suerte toda mi familia le hizo fuchi.
Pobres ignorantes- les dije en su carota, mejor para mí, pues yo solo me lo tomaré. Como el diseño de la mentada garrafa no permitía mantenerla en pie, una vez abierta tuve que pasar el contenido a un recipiente de vidrio que permitiese dar el servicio de mesa, mientras que a la preciosa pieza de cerámica le tome medidas para mandarle a hacer un apoyo que permitiera mantenerla parada como adorno; mientras tanto la guardé en espera de que el carpintero que contraté me trajera el pedestal. Me la imaginaba ya en algún lugar relevante del comedor, y a las visitas que me frecuentan, preguntando sobre la procedencia de la valiosa pieza; mientras tanto busqué un rincón que creí seguro, en el cuarto de despejo de la casa.
Para la Nochebuena, haciendo alarde de mi arte culinario, guisé el tradicional bacalao con un poco del finísimo y delicioso aceite del ánfora griega. Todos los parientes asistentes a la cena tradicional aportaron algo, tanto los mayores como los chicos, así para enriquecer la mesa, cuanto en números artísticos para pasar alegre la noche: La prima Monina cantó “Madre Selvas” que es la única que se sabe y cada año repite, acompañada por el hermano Benjas. La prima Martiniana bailó un solo de tambores que le valió el apodo inmediato de “Shakiriana” y el disgusto de su marido que no le conocía esas aficiones y virtudes. El abuelo ya a medios chiles, estado al que casi nunca llega porque dice ser abstemio, cantó empujado por el entusiasmo “Granada” que le salió mejor que a Plácido Domingo, actuación que le valió el apodo de “Flácido Lunes”.
Finalmente, los cuatro niños que habíamos mantenido apartados de los adultos y entretenidos preparando sus numeritos, trajeron al centro de la reunión una hermosa piñata toda forrada de rizos de papel de china multicolor, confeccionada con sus propias 8 manitas y nos propusieron salir al patio a romperla, lugar donde ya habían dispuesto los muy hacendosos una reata con garrucha para colgarla y un palo enrollado con papel de china verde, blanco y rojo. La capacidad de maniobra de quien manipulaba el juguete permitió que llegara yo al turno del bate, a pesar de ser el último de la lista. De un solo golpe la hice añicos, tomando desprevenido a mi sobrino que tiraba del mecate.
Todos se precipitaron sobre los dulces y cacahuates que contenía. El mayor de los niños se acercó a mí y me notificó que para hacer la piñata habían tomado una garrafa vieja que no servía para parase, que estaba arrumbada en el cuarto de los triques.
Ya me he repuesto del infarto, aunque aún escribo esto en mi lecho de dolor, ahora prefiero pensar que la mentada ánfora era una simple olla apócrifa con la que el Lic. Mengano de Tal trató de tomarme el pelo. El sobrinito que me dio la noticia ya también se ha recuperado y está fuera de peligro.
M.G.