Relatos dominicales
Miguel Valera
Felipe regresó a Otates, municipio de Actopan, en Veracruz, luego de 20 años de vivir en Estados Unidos. Se fue en los primeros días de abril de 2005. Nunca supo bien a bien si las lágrimas de su esposa y de su madre eran por él o por la noticia de que el Papa Juan Pablo II había muerto en Roma, la ciudad eterna. Con un nudo en la garganta abrazó a Paquito, su hijo de cinco años, por quien emprendía este viaje de trabajo, de aventura y sobrevivencia.
Llegó a vivir a Nueva Orleans, invitado por un viejo amigo. “Aquí en ‘El Gato Negro’ hay mucho jale”, le dijo, refiriéndose a un famoso restaurante ubicado en el barrio francés. En sus primeros días empezó con trabajos de limpieza, mientras intentaba entenderle al inglés y a los platillos que ahí se ofrecían, “Ground Chuck Enchiladas”, “Chicken Enchiladas”, “Three Cheese Enchiladas”, entre otros.
¿Qué dice ahí en ese letrero?, le preguntó un día a Juan, mostrándole la frase “This restaurant is dedicated to my father and mother who inmigranted to this great country with nothing but dreams”. “Este restaurante está dedicado a mi padre y a mi madre, quienes emigraron a este gran país sin más que sueños”, le contestó. Felipe se emocionó al conocer el significado de la frase, porque era lo que él llevaba en lo profundo de su corazón.
Sin embargo, a mediados de agosto sintió algo “en los huesos” y se despidió. El día 29, el huracán Katrina impactaría frente a la costa de Luisiana, con vientos de hasta 193 kilómetros por hora, causando una devastación histórica. Felipe se enteró por las noticias cuando ya se había asentado en Charlotte, Carolina del Norte. Ahí en esa ciudad, que llevaba el nombre de una reina de Gran Bretaña, construyó su vida.
Hizo de todo: limpió mesas, trabajó de mesero, estuvo en el área de la construcción, hasta que llegó al “Azteca Mexican Restaurant” en el 116 E Woodlawn Rd de esta ciudad que le dio cobijo. Ahí aprendió a cocinar el mejor ceviche de la región y un plato de mariscos que se convirtió en un éxito. Además, los clientes buscaban el “lunch fajitas”, el “Macho burrito” y el “lunch molcajete”.
Felipe hizo su vida en esta ciudad de clima húmedo. Se volvió aficionado del equipo de baloncesto Charlotte Bocats y en sus días libres hacía largos paseos en el Freedom Park. Cada semana, sin fallar, mandaba dólares para su esposa y su hijo. Nunca falló. A pesar de que logró tener documentos de residencia, la presión contra los migrantes mexicanos le llegó y un día decidió regresar al pueblo que lo vio nacer. Además, sentía que algo pasaba con su mujer, que de pronto le dejó de enviar cartas y mensajes.
El día que llegó a Otates no pudo evitar llorar. Veinte años, pensó, es toda una vida. Sus padres lo recibieron con alegría, su hijo lo vio como un desconocido y su esposa, con indiferencia. Pronto se dio cuenta. “Yo tuve que hacer mi vida”, le dijo Ana María. “Pero yo hice esto por nosotros”, soltó Felipe. “Sí, pero yo necesitaba a un hombre a mi lado y tú estabas lejos; además, este pueblo es de fantasmas”, le dijo.
Felipe quiso regresar al “Azteca Mexican Restaurant” en Charlotte, pero eso ya no era posible. Había trabajado para construir algo que no tenía cimientos y que ya se le había esfumado de las manos. Ese día, tomó sus cosas y se fue para siempre. Nadie sabe para dónde. En su mente llevaba la consigna de los ángeles a Lot, antes de destruir Sodoma y Gomorra: no voltear hacia atrás, para no convertirse en estatua de sal.