Claudia Bolaños
Por años, las cárceles han sido ese rincón incómodo de la sociedad que muchos prefieren no mirar. Pero basta asomarse, aunque sea con un solo ojo, para descubrir que lo que ocurre dentro de los muros de los centros penitenciarios de la Ciudad de México dice más sobre nuestra ciudad —y sobre nosotros mismos— de lo que quisiéramos admitir.
Pues estos lugares en la capital del país como en calle todo el resto de México pues se encuentran con mucho abandono, carencias y corrupción. Allí casi todo está involucrado con la corrupción.
Un ejemplo de la falta de atención a estos espacios es que con nuevo gobierno de la 4t pues las cifras referente a el número de internos se encuentra desfasado. La última cifra es de abril del 2023, cuando antes esos datos se nutrían constantemente.
Y pues no nos quedó de otra más que trabajar con esas cifras que pueden ser muy parecidas a las actuales.
Hay más de 25 mil personas privadas de la libertad en la capital. En su mayoría, son hombres jóvenes, muchos entre 18 y 30 años, con rezagos educativos evidentes. No son monstruos ni caricaturas del mal; son, en gran medida, producto de un entorno desigual donde el acceso a oportunidades reales ha sido escaso.
Más secundaria que universidad, más taller que escuela
Los números hablan fuerte: más del 60% apenas terminó la secundaria. Solo un puñado alcanzó el nivel profesional. Y sin embargo, en medio de esas condiciones, hay esfuerzo. Cerca del 60% de los internos estudian. Otro tanto trabaja en oficios como carpintería o serigrafía. Ahí, donde muchos creerían que solo hay castigo, también hay ganas de aprender, de hacer, de tener una segunda oportunidad.
¿Y la salud? Bueno, si afuera hay carencias, adentro se multiplican. La diabetes, los trastornos mentales, las discapacidades, la vejez… todo eso existe dentro de los reclusorios, pero muchas veces sin el personal ni los recursos adecuados para una atención digna.
Hacinamiento: el secreto a voces
Donde más duele mirar es en el tema del hacinamiento. En el Reclusorio Oriente, por ejemplo, hay más de 8,500 personas en un espacio diseñado para 6,200. Es como intentar meter tres vagones del Metro en uno solo. ¿Resultado? Estrés, conflictos, nulas condiciones para la rehabilitación.
Y lo mismo ocurre en el Reclusorio Norte, donde hay más de 1,100 internos de más; o en el Sur, que está a punto de reventar. Incluso las cárceles de mujeres están al límite. No es una exageración: la sobrepoblación carcelaria es un síntoma grave de un sistema que no previene, solo encierra.
¿Reinserción o simulación?
Nos gusta pensar que las cárceles son lugares para reinsertar a las personas en la sociedad. Pero seamos sinceros: mientras sigamos usando la prisión como solución fácil —en lugar de invertir en prevención, educación, salud y empleo— estaremos atrapados en un círculo vicioso.
La cárcel refleja la ciudad. Sus carencias, sus contradicciones, sus olvidos. ¿Qué dice de nosotros una sociedad que encierra más de lo que educa, que castiga más de lo que escucha, que encierra jóvenes con hambre de futuro en celdas con techos bajos?
Las cifras están ahí, frías. Pero detrás de cada número hay una historia. Y detrás de cada historia, una pregunta que no podemos seguir evadiendo: ¿cuántos de esos jóvenes pudieron haber tomado otro camino si hubieran tenido mejores opciones?