DE MEMORIA
Carlos Ferreyra
El primer profesor que me interesó en aprender a escribir, fue el maestro J. Trinidad Gallardo que llevó al grupo en el que yo estaba del tercero al sexto año de primaria.
El profesor Gallardo un hombre gentil , siempre preocupado por el bienestar de sus alumnos, nunca daba por terminado el año lectivo por qué en vacaciones, nos invitaba a su casa donde su esposa nos regalaba ollitas de chocolate y galletas , mientras repasábamos lo aprendido en el año .
Para ese maestro, no existía la lengua castellana, ni la lengua española, sino la lengua nacional porque decía, que no solo era la herencia de la conquista sino la conservación de nuestras lenguas originarias.
Y así era, en el idioma coloquial en Morelia al canasto de las tortillas siempre se le llamó tascal y a nadie se le ocurrió pedir rellena porque nadie le entendería pero si solicitaba zoricua todo mundo sabía de qué se trataba.
En sus clases de lengua nacional, el maestro Gallardo nos planteaba la necesidad de simplificar el idioma a partir de los mensajes telegráficos.
En esa forma nos retaba a simplificar el mensaje que él imaginaba: el joven que concluía sus estudios avisaba, voy tren, llegó burro, espérenme guajolote.
A partir de esos galimatías el profesor nos autorizaba hacer propuestas incluyendo más palabras y generalmente terminábamos con un telegrama que decía más o menos, “viajaré tren “continuaré en burro”, “celebraremos con mole”.
Igual nos ponía a redactar cartas ya fuese de tipo familiar o alguna forma quizás formales lo que era complicado para los mocosos que a duras penas aprendíamos la gramática.
Al pasar a la secundaria que era la única oficial y dependía directamente de la universidad michoacana de San Nicolás de Hidalgo, nos topamos con otro maestro enamorado o maniático de nuestro lenguaje que coincidentemente tituló en su materia como lengua nacional.
Este profesor cuyo nombre no recuerdo, también coincidía con la lengua nacional debía incluir nuestras expresiones de uso común y dependía directamente origen antiguo.
En la universidad existía una tradición llamada la ley del cuarto, que establecía no entrar a clases si un maestro se retrasaba 15 minutos o más.
Los alumnos de secundaria adaptamos tal regla por qué ya nos sentíamos nicolaitas, esto es, universitarios.
El edificio de la secundaria una extensión del templo de San José , con enormes muros de cantera color de rosa, una arquería maravillosa, amplias escaleras y unos patios muy hermosos, tenía unos salones que eran verdaderas galerías.
En uno de ellos y colindando con los patios conventuales del templo había un avión bimotor totalmente armado que nadie supo quién ni cuándo lo debió meter en piezas por puertas normales y lo armó y lo dejó ahí para el misterio. Nunca nadie nos supo decir qué demonios hacía un avión en el convento del pueblo.
Los salones de clases tenían unos ventanales enormes con un antepecho donde nos podíamos trepar en cada ventana media docena de jóvenes.
Y lo hacíamos así cuando había clase de lengua nacional, el maestro llegaba tarde y decidíamos no entrar a clase. Lo que por cierto, le importaba tres pepinos al maestro que con el salón vacío daba su clase.
Gran paradoja porque era cuando más alumnos asistían a sus lecciones, la curiosidad nos mataba por ver al señor que consideramos un loquito dar su clase , a notar con enormes letras lo que iba diciendo y luego señalando a los asientos vacíos ir mencionando a los alumnos más burros diciéndole haber señor Ferreira me va a usted conjugar el verbo equis , se quedaba un minuto callado y decía le voy a dar una segunda oportunidad y en la próxima clase quiero que lo tenga aprendido y no diga la tontería que acaba de decir.
Un genio el hombre porque sabíamos que después de esa mención personal vendría un cero en el siguiente examen, por lo que era conveniente estudiar y en la siguiente clase darla correctamente.
Ese maestro era un hombre de baja estatura que siempre estaba vestido con la máxima elegancia posible, incluyendo chaleco y leontina con reloj decía bolsillo, mismo que consultaba cuando un imaginario alumno le hacía una pregunta, esperaba en silencio y miraba su molleja y decía han transcurrido tres minutos y usted no ha contestado ninguna respuesta.
La verdad es que nos encantaba observar las locuras de este maestro y lo cierto es que era el profesor de secundaria al que más atención prestábamos y que seguramente aprendíamos.
Ese personaje, entrañable fue otro de los que me metió lectura y escritura en mi cabeza, además de mi padre que nos compraba a mi hermana, hermano y a mí, novelistas de Salgari de Julio Berne, y de muchas otras novelas juveniles que nos permitían tener una modesta bibliotequita para nosotros tres.
Los libros que teníamos tuvieron un final trágico cuando mi madre Doña Elena nos descubrió a mi hermano y a mí, leyendo Gardel Poncela y su obra preguntando si alguna vez hubo once mil vírgenes.
Casi todos nuestros libritos pasaron a calentar el baño.
De esa etapa infantil y juvenil a la fecha, hubo muchos otros personajes que influyeron en mi gusto por la lectura y mi pasión por la escritura.
Abra oportunidad para platicarlo. La ilustración pertenece al venerable colegio de San Nicolás Hidalgo sede primitiva de la universidad michoacana y donde con Morelos fueron mentores.