Por José Alberto Sánchez Nava
“El político que busca cárcel para quien lo critica, no necesita leyes: necesita terapia y elecciones.”
- El nuevo rostro de la censura: sensibilidades oficiales como arma penal
En un intento por sumarse a la ola internacional de protección de derechos humanos en entornos digitales, el Congreso de Puebla ha aprobado el Artículo 480 del Código Penal, tipificando el delito de ciberasedio. La norma, en apariencia, busca castigar la reiterada violencia emocional ejercida a través de redes sociales, correos electrónicos o cualquier plataforma digital. Una medida que —no nos engañemos— nace del legítimo interés de proteger a los más vulnerables frente a una realidad innegable: el acoso en línea mata.
Pero como suele ocurrir en nuestro país, una buena intención mal legislada puede volverse herramienta del autoritarismo.
- Un avance que podría volverse boomerang
Es cierto que esta disposición responde a una necesidad urgente de salvaguardar la integridad emocional y la dignidad humana en el espacio digital, particularmente de niños, niñas y adolescentes. La exposición permanente, el linchamiento virtual y la viralización del odio no deben minimizarse.
Sin embargo, la norma es deliberadamente ambigua al no distinguir quién puede ser verdaderamente víctima de un daño emocional penalmente relevante, y quién —por naturaleza de su investidura pública— debe estar expuesto a la crítica, a la burla y hasta al agravio simbólico.
Y es aquí donde se abre la grieta por donde puede colarse el abuso de poder.
- El funcionario público: ¿víctima emocional o figura sujeta al juicio ciudadano?
Pretender que un gobernador, diputado, fiscal, alcalde o cualquier funcionario investido con un mandato constitucional pueda accionar penalmente por sentirse “ofendido” o “denostado” en redes sociales es una distorsión peligrosa de los principios democráticos.
No se trata de minimizar el respeto entre ciudadanos, sino de entender que el funcionario público no puede proteger su “honor civil” como cualquier persona particular cuando actúa bajo el manto de una función pública sujeta al escrutinio constante. La crítica —incluso agresiva o soez— no constituye delito, sino parte del desgaste natural del poder en democracia.
Porque quien juró cumplir y hacer cumplir la Constitución, también juró soportar el peso de la libertad de expresión, aunque le incomode.
- El Código Penal no puede blindar la piel del poder
Convertir las molestias del funcionario en causa penal, amparado en una redacción abierta que castiga las “ofensas” o los “agravios digitales”, es una forma encubierta de censura. Si cada vez que se llama corrupto, incompetente, traidor o servil a un gobernante se inicia una carpeta de investigación, entonces no vivimos una democracia, sino una simulación disfrazada de legalismo.
Lo correcto, si realmente se prueba un daño extraordinario —y no meramente emocional o de vanidad política— sería acudir al ámbito civil, por una reparación proporcional, jamás al penal, que supone una intervención grave del Estado sobre la libertad individual.
- ¿Quién decide cuándo una crítica es delito?
Este artículo no define con claridad qué constituye “insulto”, “ofensa” o “vejación digital”, dejando a la interpretación del Ministerio Público y del poder político una discrecionalidad alarmante. Se corre el riesgo de convertir el derecho penal en una mordaza con toga, castigando lo que, en realidad, debería debatirse en el foro público.
Y mientras se criminaliza al ciudadano por un tuit subido de tono, los gobernantes que omiten, saquean, encubren o mienten, siguen gozando de impunidad con emojis sonrientes y mensajes institucionales vacíos.
- Conclusión: que el delito de ciberasedio no se convierta en pretexto para callarnos
Sí, urge combatir el acoso digital. Pero más urgente aún es garantizar que no se utilice el pretexto de los derechos humanos para perseguir la crítica política. Si un gobernador se siente “afectado” en su integridad emocional por un meme, debería recordar que fue elegido para gobernar, no para ser aplaudido.
La ciudadanía no tiene la obligación de hablar con cortesía al poder. Tiene el derecho de decirle lo que piensa —como sea— y sin miedo a ser castigada.