Luis Farías Mackey
¿Se es ciudadano como se es alto, se es rolliza, o se tiene el cabello rizado?, o acaso ¿se forma y desarrolla la ciudadanía? ¿Se asume como una tarea y una responsabilidad, o como un ropaje o un privilegio? ¿Se es ciudadano tan sólo por vivir en una ciudad, o es la acción ciudadana la que construye todos días, no la ciudad de edificios, avenidas y alumbrado, sino la ciudad entendida como Polis, como Nación, organización, interdependencia, solidaridad, Patria?
¿Qué viene a nuestra mente cuando pensamos Patria, edificios e infraestructura urbana, paisajes rurales y postales turísticas, o un mundo común y compartido? ¿Se llega a la ciudadanía como a la vejez, crece en nosotros como el vello púbico, o tenemos que desarrollarla como una capacidad? ¿Puede una institución pública, como el INE por ejemplo, subrogarse en nuestra ciudadanía, lo puede hacer la entelequia pueblo, el déspota?
Las respuestas a estas interrogantes son hoy de vida o muerte.
El problema es que nuestra ciudadaneidad, entendida como la capacidad efectiva de ser verdaderamente y en los hechos ciudadano, jamás ha sido, a todo lo largo de nuestra historia patria, objeto de nuestro quehacer. Nunca nos hemos preguntado qué es ser ciudadano, qué hace “lo ciudadano”, cuál es el cometido de un ciudadano, qué causa la ausencia de verdaderos ciudadanos. ¿Ser ciudadano es cumplir 18 años y sacar una credencial para votar (a punto de desaparecer), o es ser protagonista en la cosa pública? Para los griegos, quien no tomaba parte en los asuntos públicos era un idiota, en su acepción de inútil. Ergo: no bastaba con ser ciudadano, si no se acciona como tal, se era, pero en calidad de idiota, de inútil. El corolario deviene solo: ¿qué utilidad puede tener para la vida pública un ciudadano abdicante?
En México pontificamos, performamos y hasta hacemos ostentación de nuestra ciudadanía, mas no la conocemos. El principio délfico de “conócete a ti mismo”, aplica también en plural: “conozcámonos como ciudadanos”, ocupémonos de nuestra ciudadaneidad, hagámosla objeto de nuestras preocupaciones y desvelos; no como un privilegio, sino como como una condición sine qua non para hacernos cargo de la cosa pública (Re-Pública).
Nuestra ciudadanía es objeto de blasón, no de ocupación. Es máscara y jeroglífico, no acto.
Pero si la ciudadanía no es sólo una forma de ser, no puede ser más que una acción: algo que se hace. Los antiguos griegos decían que “a donde quiera que vayas serás una Polis”. No decían: “encontraras una ciudad”, tampoco, “llevaras contigo tu Polis,” sino “serás una”, en el sentido de grupo humano, organizado y normado, actuando en acuerdo y conjuntamente. Les quedaba claro, entonces, que la ciudadanía no era algo inherente a la urbe, sino al individuo. No es, pues, que llevaran consigo a Atenas, sino una forma de ser.
Y aquí encontramos otra faceta digna de mayor análisis: incluso el anacoreta, en su libre decisión de vivir solo, hace por y de ello su propia Polis, es ciudadano. En este sentido, la ciudadanía es, sí una responsabilidad, pero porque antes es libertad que, como todas, se ejercita, o no es. El idiota griego le era inútil al quehacer público, pero cabría distinguir entre ellos a los que lo eran ignorándolo y los que lo eran por libre, consciente y propia decisión, encontrando en estos últimos una ciudadanía crítica, pero actuante.
Algo más decían los griegos: “una ciudad está bien gobernada cuando reina la concordia entre los ciudadanos”. ¿Qué se gobierna entonces, las avenidas y calles, las tuberías y drenajes, los semáforos, los parques, las fuentes, los monumentos, los edificios, los panteones, o los ciudadanos que, sin gobierno, extravían la concordia?
Finalmente, el poder político no lo dan las bayonetas, ni los palacios, ni las “investiduras”, que al fin y al cabo revisten, pero no hacen; lo que hace al poder político son los hombres y mujeres actuando conjuntamente. Luego entonces, el gobierno es producto y expresión de la ciudadanía, no al revés, y ésta desaparece cuando de su pluralidad se hace una unidad primordial en el perverso uso del vocablo pueblo, que reduce a los quienes en un algo; a los ciudadanos y ciudadanas a cosas, y a sus voces múltiples y libres en el silencio de “oír y callar” frente la supuesta y suprema voz de una entelequia llamada pueblo, que en los hechos no existe, sólo existen, de carne y hueso, los ciudadanos y las ciudadanas.
¿Se es ciudadano o se hace ciudadano? ¿La ciudadanía es una forma de ser y estar, o es un hacer, una acción? ¿Se asume ciudadanía como investidura, o se desarrolla y ejercita como cualquier otra capacidad? En todo caso: ¿cómo se forma, moldea, desarrolla y ejerce un ciudadano?
¿Se puede ser ciudadano sólo de forma y no de hecho?
¿Soy ciudadano o me hago y reafirmo todos los días como ciudadano?
Los derechos y obligaciones ciudadanos, ¿se ejercen y cumplen, o se ostentan como credencial?
En la contestación de esas preguntas nos va la vida como Nación y Patria. Todo lo demás depende de ello.
