Luis Farías Mackey
Analicémoslo al menos: todas nuestras reformas electoreras, pomposamente llamadas políticas, han sido siempre una especie de indemnización o de chantaje, las más de las veces ambas, además, esclavas de las prisas de salir de ellas cómo sea lo más pronto posible.
Jamás, y lo sostengo con absoluta convicción, en esta materia ha privado lo importante sobre lo urgente.
No niego algunas reformas excepcionales que entraron al fondo del asunto, pero todas han sido víctimas de nuestras deformaciones políticas congénitas, de nuestras incapacidades nunca resueltas, de arreglos en lo oscurito y cálculos cortoplacistas, de prisas y de mutuos chantajes. De lucimientos y negocio.
La legislación de 1918, con un México formalmente pacificado, fue para procesar la elección de Carranza ya con la nueva Constitución: en el 20 fue masacrado por sus propios generales.
La del 46 obedeció al triunfo de la institucionalización callista en una presidencia hegemónica resiliente a las rebeliones del generalato revolucionario, para concentrar en el Ejecutivo federal la organización y control de las elecciones y, de la mano, del partido; no en balde el PRI, como algún día lo llegamos a conocer, nació de la mano de ésta.
La del 63 fue porque la legitimidad democrática del gobierno mexicano no se sostenía ya mundialmente con 5 o 7 diputados de oposición, la mitad de ellos de partidos satélites del PRI.
La del 73, de Echeverría fue para ampliar las opciones de subsistencia de los partidos de oposición que, aun con la reforma del 63, no inflaban.
La 77, la más avanzada y noble, buscó con visión de futuro sentar a la mesa con voz y voto a las fuerzas políticas nacionales, oficiales y proscritas, antes de que las crisis económicas que se veían venir nos encontraran polarizados y sin espacios de entendimiento. Con ella, por única vez, se entró a fondo al tema de representación política de nuestra pluralidad nacional.
Ese primer gran paso fue fulminado con la contrarreforma de Bartlett (1986), una charada para asustar a De la Madrid con el petate del muerto y, así, ser el candidato en 88. Ni la contrarreforma sirvió, ni fue candidato, el clima político entró en rijosidad y le dejó la víbora chirriando a Salinas. Éste ofreció una reforma política (1990), sin duda para apagar el incendio, pero también para cambiar la conversación pública y lo logró. Ante los reclamos, muchos de ellos fundados, otros inventados y muchos más interesados, su reforma no fue mala, pero nos descaminó con el espejismo de una democracia performada por decreto: llegamos a la democracia plena por los artilugios de una legislación concertacesionada, aunque en nosotros nada había cambiado.
Zedillo, urgido por el error de diciembre, ofreció otra reforma, “definitiva” le llamó, y de paso la alternancia por la alternancia misma: si ya éramos demócratas, ahora debíamos que tener alternancia en el gobierno, sin importar cómo, quién ni para qué, y llegó Fox, quien hasta la fecha no sabe que no sabe. Muchos de nuestros alternócratas de entonces gozan de cabal desmemoria.
Calderón entró con calzador y pagó su “haiga sido” con una reforma que prácticamente le dictó López Obrador. ¡Así habrá traído la consciencia!
Tras de él, las élites optaron por un presidente maniquí, tipo Reagan, un postín más que un gobernante. Lo vendieron en versión telenovela y así nos fue. Su reforma política (es un decir) fue un Pay Per View: les pagó lo que quisieron con la legislación electoral a cambio de sus reformas estructurales. Aquello no fue una reforma, menos un parlamento, tampoco un Pacto por México, fue un programa de complacencias en un sistema de partidos Montesori.
Hasta entonces, casi todo fue en gran parte prisa, simulación, extorción, indemnización, pago por evento, mercadeo legislativo, pactos de impunidad, urgencia de cambiar la conversación o abierta venalidad.
Llegó así el obradorato y se acabaron las reformas políticas por ajuste de cuentas entre partidos, cargos de consciencia o abiertas extorciones. Lo demás es ya el fin de la República, ésa que fuimos pudriendo con más tenacidad que inteligencia.
Ojalá y nuestros próceres de la democracia, sus institutos, mesas de análisis y proyectos partidistas, admitan hacer un alto de humildad en el camino y un ejercicio de contrición antes de subirse prestos al cabús de la reforma mortuoria.
Estamos enfermos de reformitis, hasta que de tanto reformar ya nada quedé. Falta poco.