Por David Martín del Campo
Me he de comer esa tuna, se llama la canción que homenajeaba a Jorge Negrete, y que Manuel M. Esperón hizo arrancar con la estrofa que nos tiene hoy atribulados: “Guadalajara en un llano, México en una laguna”.
Sí, la leyenda asegura que los dioses del paraíso mexica determinaron que la ciudad de los nahuas debía ser fundada donde el águila y la serpiente fueran sorprendidas en lucha a muerte. Y fue ahí mismo, en el islote central del gran lago de México, donde se decidió erigir la gran Tenochtitlan que, como repiten los profesores hasta el cansancio, era una metrópoli lacustre y que por lo mismo inexpugnable.
Lago de Texcoco, se le llamaba, y que se extendía a los largo de más de cien kilómetros (de Zumpango a Chalco), convertido con el tiempo en la cuenca donde hoy se asienta el extinto Distrito Federal. Esa misma cuenca donde se han registrado, en las recientes semanas, cientos de inundaciones como efecto de la lluvia incontenible. Aluviones y anegamientos en Naucalpan, Chalco, Tlalpan, el Centro Histórico, Ciudad Neza… Y como siempre hay que señalar a un culpable, éste se halla en las autoridades municipales que no desazolvaron las coladeras, en los puercos vecinos que tiran la basura en las calles, en la deficiente labor del servicio metereolgógico nacional.
El hito histórico se remonta al año de 1629, cuando se registró la Gran Inundación que mantuvo a la ciudad bajo el agua (dos, cuatro metros) y que se prolongó hasta 1631. Las personas vivían en los segundos pisos, las misas se oficiaban en las azoteas, el transporte era por medio de canoas y trajineras. Incluso se pensó mudar los poderes de gobierno a otra urbe (tal vez Puebla) porque sencillamente el lago de Texcoco había retornado a sus lindes originales. Fue el tiempo en que se mandó construir el tajo de Nochistongo, al norte de Cuautitlán, para drenar el lago de Zumpango… y salvar así a la metrópoli que por aquel entonces sumaba 150 mil almas.
Ha sido desde siempre el gran problema de la ciudad capital: desaguar, desecar, drenar las aguas de un lago inmenso que se niega a desaparecer. Luego, ya en el siglo XX, vendría la construcción del Canal de Desagüe (flanqueado por el reluciente Viaducto Miguel Alemán, 1950), y después el Drenaje Profundo, (150 kilómetros de tuberías de cinco metros de diámetro) inaugurado por el presidente Luis Echeverría, y que fue la solución temporal del asunto.
El problema que deriva de ubicar una ciudad en el fondo de un lago cuyo instinto cenagoso perdurará por siempre. Por eso iniciábamos con la canción de Esperón, sí “México en una laguna”, completada con la rima de Raúl Sandoval con aquello de que “yo siempre fui el que soy, jamás te dije mentiras, y puse a tus pies mi vida”, o por lo menos una inundación.
Manuel Perló Cohen, especialista en el estudio del drenaje y el suministro acuífero de la ciudad capital, recintemente publicaba un artículo donde celebraba la nostalgia lacustre de ilustres paisajistas como José M. Velasco, Eugenio Landesio y Daniel T. Egerton, quienes a lo largo del siglo XIX e inicios del XX buscaron retratar esos humedales donde las trajineras cruzaban por los canales de Tlahuac y La Viga, donde convivían los ajolotes con los chichicuilotes. Las canoas que bajo el puente se cruzaban con las carrozas y los primeros automóviles. Nostalgia de un México de epazote y cempazúchil despuntando en las chinampas.
Así que no nos engañemos. Los diluvios que llegan con estos, “los relámpagos de agosto”, no son causa de las malditas inundaciones, sino al revés: es el lago que busca renacer a la menor provocación, el mismo lago que permitió la batalla final de la Conquista, que por cierto fue naval, cuando los trece bergantines del ejército español-tlaxcalteca lograron la captura del último emperador en el verano de 1521. “Águila que desciende”, era su nombre, como la que llegó al escudo nacional. Tan culpable como la serpiente, cuando juntas decretaron que nos aposentásemos en esta tierra; es decir, agua.