No Pasa Nada
Por: Jesús Solano Lira
El tiempo vuela y la vida se va como un suspiro. Han pasado 40 años de aquel fatídico jueves 19 de septiembre, jueves de luto nacional, de tristeza, de dolor, de impotencia, de sorpresa, jueves en que la ciudad de México fue devastada por un sismo de 8.1 grados, con epicentro en las costas de Michoacán.
Eran las 7.19 de la mañana, una mañana fresca, una mañana que cambió abruptamente la vida de miles de capitalinos.
En cuestión de segundos, escuelas, hospitales, edificios, vecindades, casas y comercios, así como vetustos inmuebles del entonces Distrito Federal sucumbieron a la fuerza de la naturaleza.
Los daños ocasionados por el sismo rebasaron la capacidad de respuesta del Gobierno, y ante la magnitud de la desgracia, surgió una de las mayores muestras de solidaridad ciudadana de las que tenga memoria como periodista. Solidaridad que consoló, arropó, abrazó y dio muestra de la sensibilidad y calidez del pueblo mexicano.
Miles de voluntarios de todos los estratos sociales, se sumaron al ejército de policías, personal médico, marinos y soldados que removían los escombros de las construcciones colapsadas en busca de sobrevivientes y rescatar cuerpos de personas fallecidas. Esa labor no paro en semanas.
Conforme pasaban las horas, esos voluntarios se dieron a la tarea de repartir víveres, ropa, zapatos, colectaban medicamentos e insumos médicos, y ofrecían sus vehículos para trasladar a las personas de un lugar a otro, en busca de sus familiares.
La Ciudad de México era un caos, impresionaba observar la destrucción por el sismo, un sismo que marcó un antes y un después en materia de protección civil.
Para aquellos ayeres, no estábamos preparados para hacer frente a una contingencia de esa naturaleza. Esa terrible desgracia, evidenció la vulnerabilidad del país.
Murieron miles, según cifras oficiales unas tres mil personas. Conforme se rescataban cuerpos y ante la incapacidad de las funerarias, el entonces Parque de Beisbol del Seguro Social, se convirtió en la morgue más grande de la Ciudad de México. Allí trasladaron a las personas muertas, eran cientos.
Fuimos mudos testigos de como las personas asistían a localizar a sus familiares desaparecidos tras el devastador temblor. Las escenas dolían y conmovían.
En ese parque, ahora Plaza Delta, ubicado en la Avenida Cuauhtémoc y Viaducto, se dispusieron tres espacios: Identificados, no identificados y restos.
Por el calor intenso, el hielo colocados en los ataúdes para retrasar la descomposición de los cuerpos era insuficiente. A calles de distancia se percibía el penetrante olor de la muerte.
Las horas transcurrían lentamente. En las casetas telefónicas las filas de personas eran interminables, veíamos a personas heridas en unos casos, y devastadas en otros, con severas crisis emocionales, crisis que a la fecha son el recuerdo del lejano y fatídico 19 de septiembre de 1985.
En medio de la desgracia, el dolor y la impotencia también hubo milagros. Debajo de toneladas de escombros recién nacidos, niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos se aferraron a la vida. El rescate de sobrevivientes abría esperanzas.
En cada rescate de sobrevivientes, surgían muestras de alegría, los aplauso y los abrazos eran espontáneos, abrazos que consolaban y daban fortaleza para seguir adelante. Nadie, nadie daba muestras de flaqueza en esa titánica y penosa labor.
A cuatro décadas, el sismo nos dejo importantes lecciones. Se fortalecieron las normas de construcción, se impulsaron protocolos de evacuación en casas, escuelas y oficinas, se creó el Sistema de Alerta Sísmica, pionera en el mundo, y mantenemos vivo el recuerdo de esa cobertura para contarlo.