Rúbrica
Por Aurelio Contreras Moreno
La historia del juicio de amparo en México es, en buena medida, la historia de la defensa de los ciudadanos frente a los embates del poder. Desde que se diseñó como una herramienta para salvaguardar al individuo contra los abusos del gobierno, el amparo se convirtió en la institución más emblemática del constitucionalismo mexicano: el “juicio de garantías”.
No es exageración decir que el amparo ha protegido libertades, contenido la voracidad de gobiernos autoritarios y hasta salvado vidas. Por eso, ahora que desde el régimen se plantea “reformar” la Ley de Amparo, es inevitable cuestionar sus verdaderas intenciones. Sobre todo cuando el morenato ha demostrado que lo único que le interesa es concentrar el poder de manera absoluta, sin posibilidad de contrapeso alguno.
La iniciativa de reforma a la Ley de Amparo que acaba de presentar la presidenta Claudia Sheinbaum en el Senado confirma los peores temores. Aunque envuelta en un discurso de supuesta eficiencia, austeridad y combate a privilegios, el núcleo de la propuesta es claro: reducir al mínimo la capacidad de los ciudadanos para frenar los abusos del Estado y ampliar las prerrogativas gubernamentales frente a los gobernados.
El primer golpe está en la limitación misma de los efectos del amparo. Tradicionalmente, cuando un juez concedía la suspensión de la aplicación de una norma con claros visos de inconstitucionalidad, los beneficios podían extenderse más allá del quejoso. Eso garantizaba que no solo quien acudiera a un tribunal se librara de una norma abusiva, sino que esa protección beneficiara en sentido amplio a la sociedad.
Pues esta reforma propone que el amparo beneficie exclusivamente al solicitante. Se prohíben las suspensiones con efectos generales contra leyes, decretos o disposiciones normativas. Dicho de otra manera: aunque una ley sea inconstitucional, seguirá aplicándose a todos, menos a quien promovió y obtuvo el amparo. El ciudadano queda indefenso frente al Poder Legislativo y Ejecutivo, mientras que se reduce al juez a ser un árbitro de casos individuales, sin posibilidad de detener abusos que afectan a miles o millones.
El retroceso es monumental. Desmantela el principio de igualdad ante la ley, ya que lo que se considera violatorio de derechos para uno, seguirá siendo obligatorio para todos los demás.
La iniciativa también busca restringir los amparos colectivos. La Constitución reconoce la figura del “interés legítimo” precisamente para ampliar el acceso a la justicia, de manera que grupos afectados pudieran impugnar normas o actos que dañaran bienes colectivos –como el medio ambiente, por ejemplo. La propuesta de reforma de Sheinbaum acota esos supuestos y establece que la afectación jurídica debe ser diferenciada respecto del resto de las personas, lo que en la práctica reduce al mínimo la posibilidad de accionar colectivamente.
Así, una comunidad afectada por la contaminación de una empresa o por la tala masiva –por ejemplo, la de la selva maya- tendría que acreditar un daño individual distinto para cada integrante, lo que vuelve inoperante el amparo como mecanismo de defensa del interés común.
El discurso oficial justifica estas restricciones con un argumento falaz: que un juez no debe tener la facultad de frenar reformas o leyes aprobadas “democráticamente” por el Congreso, dizque por la separación de poderes. Lo que omite decir es que ése es –o era, más bien- el papel de un Poder Judicial independiente: ser un contrapeso frente al Ejecutivo y el Legislativo, precisamente para equilibrar el poder y garantizar que los derechos humanos no queden a merced de coyunturas e intereses políticos.
Quitar a los jueces la facultad de dictar medidas cautelares con efectos generales es, en realidad, un desmantelamiento del control judicial de la constitucionalidad. El ciudadano común pierde la posibilidad de detener un atropello legal por su propia vía. Y si a eso sumamos que el Poder Judicial también fue despojado de su independencia luego de las infames reforma y elección judiciales, el escenario es demencial.
La exposición de motivos de la iniciativa no esconde que la motivación política central es evitar que amparos frenen las reformas y programas del Ejecutivo. El antecedente inmediato son los múltiples juicios que suspendieron los intentos de reformas y decretos del régimen en los últimos años, los de la “4t”. Es decir: la reforma de Sheinbaum no surge de una preocupación genuina por mejorar la justicia, sino de la molestia del morenato ante los amparos que detuvieron sus planes en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador. Se trata de una revancha legislativa no solo contra los partidos opositores, sino contra la ciudadanía que se atrevió a cuestionar al régimen en los tribunales.
La iniciativa de reforma es pues totalmente regresiva: quita facultades a los jueces, limita los efectos protectores del amparo y fortalece la discrecionalidad del Estado. En un país con un largo historial de autoritarismo y ante la brutal reconcentración de poder de los últimos años, este retroceso debería encender todas las alarmas.
Quitarle “dientes” al amparo equivale a dejar al individuo indefenso ante decisiones gubernamentales que pueden afectar su patrimonio, su libertad y hasta su vida. Aun cuando la reforma se vende como “modernización y eficiencia”, en realidad es un blindaje para el gobierno, pues bajo el pretexto de que un juez “no puede detener las decisiones de la mayoría, del pueblo”, lo que se busca es que ningún ciudadano pueda detener ni defenderse del gobierno, aunque éste viole la Constitución y los derechos humanos.
Para muestra, la prisión preventiva oficiosa o aquella ley autoritaria de “ultrajes a la autoridad” en Veracruz.
Lo que está en juego no es un mero tecnicismo jurídico, sino la defensa misma de los derechos humanos de los gobernados ante los abusos de los gobernantes. Pero esta reforma, en lugar de fortalecer al ciudadano frente al poder, lo coloca otra vez bajo su bota. Lo desarma y lo deja indefenso.
La regresión autoritaria va con todo.
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