Rúbrica
Por Aurelio Contreras Moreno
En México, las élites políticas nos han demostrado una y otra vez que la alternancia de gobiernos no ha sido más que el cambio de máscaras de una misma maquinaria de corrupción, impunidad y complicidades que arrastran décadas de desfalcos y fraudes. Lo que todavía intentan vendernos como la “herencia maldita del PRIAN”, en realidad se reproduce bajo el sello de la autoproclamada “cuarta transformación” con los mismos métodos, los mismos pactos y, peor aún, con la misma catadura moral.
El ejemplo más escandaloso de esta continuidad criminal es el “huachicol” fiscal, quizás el fraude más monumental de la historia de México, tejido con una red de complicidades que permitió un bestial saqueo al erario vía factureras, empresas fantasma y contrabando de combustibles disfrazado de operaciones legales.
La llamada “guerra contra el huachicol”, con la que el presidente Andrés Manuel López Obrador intentó legitimarse desde el arranque de su sexenio –como sistemáticamente hicieron todos los presidentes que le antecedieron, por lo menos, desde Miguel de la Madrid-, no fue más que un espectáculo mediático, un engaño: los ductos perforados se sellaron para abrir válvulas más jugosas en las aduanas, con la bendición de funcionarios de primer nivel.
La revelación de esas redes criminales operando en las narices de los gobiernos de Morena no deja lugar a dudas. Un nombre que quisieran borrar de la historia oficial, Hernán Bermúdez, exsecretario de Seguridad de Tabasco y operador directo de Adán Augusto López Hernández cuando era gobernador, embarra en el fango de la corrupción a su exjefe, quien hoy en día es un muerto viviente, políticamente hablando.
Bermúdez no era un subordinado menor: era su hombre de confianza y a través de él se gestaron pactos con grupos empresariales y políticos. Lo más grave es que estos hechos alcanzan al propio López Obrador, quien fue informado de la existencia de esta operación delincuencial mucho antes de lo que hoy se quiere admitir. Además de que no es creíble que un presidente obsesionado con el control no supiera que en su propio estado natal se estaba montando una estructura de saqueo, una red que no era un accidente, sino parte del engranaje de poder.
A ello hay que añadir los “convenientes” decesos de altos mandos de la Marina con implicación y/o conocimiento de los “enjuagues” para el robo y venta de combustible. Uno se “suicidó” a los pocos días de destaparse la cloaca y el otro, más inverosímil aún, murió en un “accidente” durante una práctica de tiro. Como de película de Francis Ford Coppola o Martin Scorsese.
Lo que ha salido a la luz sobre el “huachicol” fiscal es apenas la punta visible de un iceberg de podredumbre. Lo que hay detrás es una cultura política cimentada en pactos mafiosos entre la clase gobernante del pasado y la del presente, que se sientan en la misma mesa cuando se trata de repartirse el botín. Ex priistas, ex panistas, morenistas de nuevo cuño: todos participan del banquete de la corrupción, mientras el discurso oficial sigue repitiendo la fábula de que el cambio de régimen la erradicó “como nunca en la historia”.
Pero los hechos desmienten esa narrativa. ¿Qué diferencia hay entre la élite que gobernó antes y la que gobierna ahora? La respuesta es irrefutable: ninguna. Lo único que ha cambiado son los colores de las siglas y los nombres en las boletas. Las prácticas, los pactos y las complicidades son exactamente las mismas. Y a diferencia de los gobiernos anteriores, la “4t” ha logrado envolver sus corruptelas con un blindaje de legitimidad popular que le permite minimizar cualquier escándalo. La cantaleta de que “antes estábamos peor” sirve para justificar que hoy se repitan las mismas atrocidades. Si el gobierno de Claudia Sheinbaum ha admitido algunas no es por un ánimo de justicia y respeto a la ley. Sino porque no le ha quedado de otra.
Los pactos mafiosos no se firman hoy en mesas clandestinas con pistolas sobre la mesa, sino en despachos oficiales, en las reuniones privadas donde se reparten contratos, concesiones y complicidades. Y esos pactos hoy sostienen al régimen que prometió ser diferente, pero que ha resultado ser más de lo mismo. Y mucho más allá.
Narcomaromas
Desde el mismo jueves 18 de septiembre que se llevaba a cabo el operativo militar –el cual fue admitido por las autoridades- para catear el rancho presuntamente propiedad de José Gil Quintero, supuesto sobrino del capo Rafael “Caro” Quintero, el nombre de la presidenta municipal de Colipa, Gabriela Alejandra Ortega Molina, salió a relucir.
El propio secretario de Gobierno de Veracruz, Ricardo Ahued Bardahuil, admitió el viernes la implicación de la edil en el tema, por lo menos, y ese mismo día aseguró que ella se encontraba “bien”.
Así que el pretexto con el que salió este lunes, avalado, flanqueado –y seguramente instruido- por la gobernadora Rocío Nahle, de que Gabriela Alejandra Ortega Molina no estuvo en el rancho ni fue retenida varias horas por la Marina porque estuvo “internada” en un hospital todo el fin de semana, apesta a encubrimiento. Sobre todo porque el operativo fue días antes de la supuesta “hospitalización”.
Narcomaromas de alto grado de dificultad.
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