El Ágora
Octavio Campos Ortiz
No hay nada peor en la historia de un pueblo que la normalización de su propia desgracia, su destrucción como sociedad y el rechazo a la moral pública para aceptar antivalores como nueva forma de convivencia en comunidad. La tradicional familia mexicana de la centuria pasada ha visto trastocada la idiosincrasia aglutinadora, patriarcal -sin las adjetivaciones feministas-, aspiracional y respetuosa del orden y de la autoridad para aceptar el libre albedrío sobre el baluarte social; una camarilla política se impuso al comportamiento grupal, el pacto y el orden social sucumbieron ante normas que proponen la descomposición social, claudican a la gobernanza y fomentan la mediocridad del individuo, alientan las prácticas del agandalle, la trampa, la tranza como parámetros de éxito: “soy chingón porque corrompí o soborné” y el único “aspiracionismo” aceptado por la 4T es que su élite disfrute de la canonjías del odiado neoliberalismo.
Como en los tiempos del estalinismo, solo los iniciados -que no es el pueblo-, puede acceder a las riquezas si pertenecen a la casta divina de la autocracia cuatrotera. Para ello, en este nuevo Estado la clase dominante echa a andar todo un aparato ideologizante que obnubila a la población y determina el nuevo comportamiento social, donde los excesos sociales -de algunos-, y del gobierno se ven con normalidad y se justifican los abusos del poder.
Así, la pobreza es ya algo natural, debemos vivir no en la medianía, sino casi en la miseria, con una clase media en peligro de extinción. Pobreza o miseria es parte de la cotidianidad, sin cuestionar por qué no hay crecimiento ni desarrollo. Se normalizan las crisis económicas -como en la Docena Trágica-, y se ve como pingüe logro un famélico crecimiento del O.8 por ciento; la inflación ya es parte de nuestra vida diaria, aunque sea más evidente la pobreza laboral por inaccesible canasta básica. Se normaliza el alza de los precios.
Peor aún, se normalizan los malos gobiernos o la narcocultura como forma de vida; ante la ineficacia oficial es plausible recurrir a los capos de la droga para abastecer medicamentos e insumos a los hospitales, entregar despensas a las familias necesitadas o juguetes a los niños, quienes ven en los mañosos ídolos a imitar ante la indiferencia de autoridades que perdieron la gobernanza y el interés público por fomentar valores cívicos.
En esta nueva normalidad, donde los mandatarios no hacen nada por mantener el orden y la paz social, la gente ha perdido el respeto por los policías y las fuerzas armadas; en la calle son cotidianas las agresiones e insultos a los uniformados por parte de “ciudadanos” que reclaman, con o sin razón, la acción o inacción de los representantes de la ley; lo mismo sucede con los militares, a quienes corren de las comunidades, ya sea porque protegen a los barones de la droga o no hay confianza en el actuar de los verdes y prefieren la justicia de propia mano a través de sus milicias o autodefensas.
Mención especial merece el mundo de la corrupción que envuelve a los gobiernos y favorecidos de la 4T. Los excesos cometidos por anteriores regímenes llevaron al límite el hartazgo social y ello posibilitó el triunfo electoral de Morena, quien prometió acabar con la corrupción. Nada más alejado de la realidad, no solo incumplieron con esa promesa de campaña, salieron más rateros que aquellos. Pero gracias a su aparato ideológico y de propaganda, hicieron que no solo se normalizara el atraco, sino se justificara su mal actuar. Como dice el refrán, lo que en el rico es alegría en el pobre es borrachera.
Los villanos favoritos de la 4T son Felipe Calderón y Genaro García Luna, pero ante evidentes casos de enriquecimiento ilícito de funcionarios, familias reales, prestanombres y saqueadores, se recurre a la falacia ad verecundiam o de autoridad: “porque lo digo yo”; ergo sum, es innecesaria la argumentación, sobra toda aportación de pruebas evidencias o recursos legales, son mis normas y mis reglas. “A mí no me vengan conque la ley es la ley”. Solapadores de Ignacio Ovalle, Adán Augusto López, los hijos de ya saben quién, et al.
La impunidad es el sello distintivo de estos tiempos. Como sociedad aceptamos que, desde Palacio Nacional, además de intimidar o difamar, nieguen los latrocinios de todos los días: “no es cierto, no hay pruebas, es una campaña de desprestigio de la oposición, no somos iguales, entre otros etcéteras. Y sí, vemos la corrupción como algo normal. Ese es el gran riesgo que corremos hoy, normalizamos nuestra propia desgracia.