Magno Garcimarrero
La abuela Isabel (Chabe), había nacido un 29 de febrero de hacía más de noventa años, así que a las 96 vueltas que había dado la tierra alrededor del sol, ella contaba apenas 24 años bisiestos de edad; pero la naturaleza humana no admite engaños, perdió la vista al final de su vida; su pesar lo compartíamos y lo sufríamos todos: hijas, nietas, nietos y, en especial quienes, ausentes, pedían noticias diariamente sobre el estado de salud de la abuela.
Su casa solariega, herencia de los bisabuelos, en medio de un jardín de colores diurnos y aromas nocturnos, antes llena de voces infantiles, ahora sólo se inquietaba con el ir y venir de la servidumbre que ayudaba a la anciana y, el cantar del cucú que, asomado al ventanuco del reloj, le advertía cada hora que el torrente del tiempo viajaba hacia la desembocadura del mar que nos espera a todos.
Las hijas, una cerca, dos lejos, proveían de todo a su madre. Sus nietas y nietos eran la principal añoranza de Chabe quien, aún con excelente memoria, preguntaba cotidianamente por la suerte de cada uno de sus descendientes; en particular por Iliana, la mayor de sus nietas, quien se había marchado a Europa años atrás.
Una tarde, al inicio de la primavera, estando sentada en su sillón reclinable preferido, quizás imaginando el florecimiento de su amado jardín, de la manera más natural, dijo en voz apenas audible: “Creo que ha llegado mi hora”. No expresó nada más, murió ante los ojos de sus asistentes quienes, entrando en un estado de desconcierto, solo acataron a hincarse y rezar. Nadie se percató de momento que, el reloj de cucú, se detuvo exactamente a la hora de la muerte de Chabe: 5:00 de la tarde, para no volver a funcionar en lo sucesivo. Mas adelante sus hijas advirtieron la detención del reloj y, convinieron que así se quedara, señalando la hora de la muerte de su madre.
Los restos de la abuela fueron cremados y, sus cenizas, de acuerdo a su última voluntad, llevadas a un punto preciso del Golfo de México, y arrojadas al mar previa ceremonia de fe, amor y lágrimas. Fue hasta entonces que su capacidad de convocatoria para reunir a toda la familia tocó a su fin, pasarían muchos años para que, todo el grupo familiar, sin faltar uno, volviera a reunirse. Aunque…
Habrán pasado quizá seis años, cuando en ocasión del regreso temporal de la nieta más lejana, coincidentemente con el aniversario mortuorio de Chabe, la familia completa se reunió en torno de la mesa del comedor de la vieja casona solariega de la abuela. La comida consistió en una receta de ella, el tema de la plática de sobremesa, fue de sus anécdotas más memorables; la reunión se prolongó entre recuerdos y risas hasta… hasta que… hasta que el cucú del reloj que había estado sepultado por años en su mecanismo interior, se asomó y cantó cinco veces y, sin intervención de relojero, desde entonces volvió a funcionar alegremente. Lo mueven tal vez los contrapesos que penden de las cadenas que suben y bajan imperceptiblemente con el paso del tiempo.
M. G.




