La mentira convertida en discurso político es el arma más eficaz del populismo. México no merece el olvido de su propia grandeza.
Por Ernesto Millán Juárez
Uno de los grandes lastres de nuestra sociedad es la desinformación. Esa herramienta ha sido utilizada por ciertos políticos para dividir y dañar irreversiblemente a México. El primer paso fue la satanización del PRI.
Hace unos días, María Luisa Alcalde, dirigente de Morena, declaró que su partido “ha hecho más por México que todos los gobiernos del PRI y del PAN juntos”. Escuchar semejante afirmación es insultante para la inteligencia nacional. Desde niños nos enseñan que mentir está mal, pero parece que en este país ya ni la mentira causa vergüenza. Como nación, deberíamos sentir una profunda repugnancia al oír a una de las principales figuras del poder sostener algo tan falaz.
Si somos sensatos, debemos reconocer que, bajo las siglas del PRI, se edificó la nación moderna. Tras la Revolución, México emprendió un proceso de reconstrucción y consolidación institucional sin precedentes: se crearon la CFE, PEMEX, el IMSS, las grandes universidades públicas, y un sistema educativo que logró alfabetizar a millones. Se impulsó el desarrollo industrial y la movilidad social, entre miles de acciones más. ¡Miles! Pero todo aquello no fue obra del PRI, sino de un pueblo entero. Por eso, reducir ese legado a unas siglas es un error. No fue el PRI quien lo hizo todo: fueron nuestros padres y abuelos, quienes, con su trabajo, su fe y su sacrificio, construyeron el país que hoy habitamos. Negar los logros de ese periodo es, en el fondo, negar los logros de nuestra propia sangre.
Sin embargo, cuando México crecía, irrumpió en la Presidencia Luis Echeverría, un populista que expandió sin control el gasto público, multiplicó la burocracia, endeudó al país y destruyó la estabilidad lograda en décadas. Entregó a José López Portillo una economía herida. Y éste, cegado por la ilusión petrolera, apostó todo a un recurso volátil: nacionalizó la banca, dilapidó las reservas y terminó arrastrando a México a la ruina. Dos sexenios bastaron para derrumbar cuarenta años de progreso.
Cuando Miguel de la Madrid asumió el poder en 1982, heredó un país en quiebra. No tuvo margen de maniobra: debió aplicar una cirugía dolorosa para devolverle estabilidad a la nación. Implementó un deslizamiento controlado del tipo de cambio para que el peso reflejara su valor real, y la inflación —resultado de años de subsidios artificiales— se disparó hasta alcanzar niveles superiores al 150%. Fue un periodo complejo, de ajustes inevitables. Finalmente, de la Madrid logró sentar las bases del proceso de modernización económica. Y, sin embargo, a pesar de que hoy deberíamos reconocerlo como un héroe, le escupimos la memoria.
Carlos Salinas de Gortari continuó ese proceso: impulsó el Tratado de Libre Comercio, privatizó empresas improductivas, modernizó el sistema financiero y abrió a México al mundo globalizado. Gracias a esas reformas, el país se integró al comercio internacional y entró en la lista de las veinte economías más grandes del planeta. Sin embargo, lo condenan por “neoliberal”, cuando para ese momento la URSS ya había desaparecido y China había iniciado su desarrollo sobre la base de la economía de mercado. Irónico, ¿no? Lo cierto es que, hasta la fecha, las grandes acciones de Salinas de Gortari siguen vigentes, y hasta los izquierdistas en turno las defienden con uñas y dientes.
Ernesto Zedillo, por su parte, enfrentó la crisis de 1994 y, con decisiones técnicas, estabilizó el peso. Desde entonces —como lo prometió—, México no ha vuelto a padecer una crisis económica al cierre de un sexenio. Fueron tres gobiernos —De la Madrid, Salinas y Zedillo— los que sacaron al país de la terapia intensiva. Aquella etapa, de responsabilidad y modernización, debería ser reconocida como la verdadera Cuarta Transformación, pues representó un cambio de régimen financiero que rescató a México del colapso, no la farsa ideológica que hoy pretende apropiarse de ese nombre.
Luego vinieron los doce años de gobiernos panistas. Fue un periodo sin grandes avances, pero también sin crisis.
Con Enrique Peña Nieto, México volvió a depositar sus esperanzas en el PRI, y fallaron los hombres, no las siglas. Sin embargo, hay obras y acciones valiosas de ese mandato y entre ellas reconozco dos grandes logros: la Reforma Energética y la Educativa, ambas de largo alcance y ambas destruidas irresponsablemente por López Obrador. Hoy PEMEX es un barril sin fondo y la CNTE ha vuelto a paralizar carreteras, trenes y escuelas. Se devolvió la educación al control sindical, y eso, más que un error, fue una afrenta.
La historia demuestra que dos malos gobiernos pueden hundir a una nación. Echeverría y López Portillo lo hicieron en el siglo pasado; López Obrador intentó repetirlo hoy. El país está herido: es una realidad que la inversión privada se ha desplomado, la deuda pública crece y el INEGI reporta un crecimiento estimado de apenas 0.6% para este año, con contracción en el último trimestre.
No obstante, debo reconocer que Claudia Sheinbaum ha mostrado prudencia. Ha intentado contener el deterioro y mantener cierto equilibrio macroeconómico. Comenzó la cirugía a tiempo, y eso —hasta el momento— ha evitado un colapso mayor.
Por el bien de todos, es necesario que las y los mexicanos nos reconciliemos con nuestra historia. Dejar de repetir los mantras de odio y desinformación. Es mentira que Morena haya hecho más en siete años que lo construido en décadas. Morena no ha edificado nada. Morena solo vive del desmantelamiento de todo lo que desprecia.










