Para Contar
Arturo Zárate Vite
Ernesto Zedillo Ponce de León se convirtió en candidato presidencial en 1994 mediante un método que para nada era democrático y no protestó porque fuera impuesto desde la residencia oficial de Los Pinos.
Fue el último beneficiado del “dedazo”. Aceptó la nominación a pesar de saber que la decisión la había tomado una persona. No se puso a consulta quién debería sustituir al asesinado Luis Donaldo Colosio.
Lo peor de todo es que no era bien visto en el Partido Revolucionario Institucional. Lo toleraban porque de igual manera había llegado a la coordinación de campaña de Colosio Murrieta.
Nunca coordinó nada, cobraba como tal. Lo detestaban la mayoría de los colaboradores de Colosio y de distintas formas se lo hacían notar. El candidato sonorense decidía las acciones a realizar, aunque nunca pudo actuar como quería porque Manuel Camacho Solís le hizo sombra prácticamente todos los días de su fallida campaña.
Una vez asesinado Colosio, vino el desconcierto entre la militancia. Existía el acuerdo no escrito de que, si por alguna situación faltaba o no podía continuar el candidato, su relevo en automático sería el coordinador de campaña. El problema en este caso es que Zedillo no había funcionado como coordinador.
Entonces, hubo priístas que supusieron que podían influir en el nombramiento del sustituto y el nombre que sonó por varios días fue el del queretano Fernando Ortiz Arana.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que desde la residencia presidencial saliera la instrucción de postular a Zedillo. De inmediato se empezó a operar para encumbrarlo. Unánime el alineamiento. Nadie se atrevería a cuestionar el “dedazo” y mucho menos el beneficiado.
Ernesto Zedillo no sabía ni sentarse ni pararse como lo mandan los cánones de la política. Tampoco pronunciar discursos de candidatos ni lanzar el grito de campaña. No era político sino tecnócrata. Por lo tanto, era entendible que no iba poder comportarse como político. Nunca terminó de aprender. Si los medios no lo exhibieron se debió quizás a dos razones: una, por el pesar que había dejado el asesinato de Colosio y dos, por los convenios de publicidad que firmaba el partido con los diversos medios.
Los resultados de la elección favorecieron al candidato sustituto del PRI, no por el perfil de Zedillo ni por su campaña, sino por el impacto emocional que provocó en la sociedad el magnicidio.
Otro ingrediente fue el levantamiento de los zapatistas en Chiapas, con demandas de justicia que ganaron simpatías. Lo que no aceptó la mayoría de los mexicanos fue la violencia.
Así que por el dolor del asesinato de Colosio y por reafirmar el deseo de vivir en paz, Zedillo ganó las elecciones.
Sería ingenuo que alguien o él creyera que ganó la elección por su perfil tecnocrático.
Por más empeño que pusieron los publicistas y diseñadores de imagen, nunca fue popular. Nadie se tragó la historia que de niño había sido bolero. ¿Y se acuerdan cuando siendo presidente un menor le pidió una moneda y socarronamente respondió que no traía “cash”?
En el arranque de su gobierno se le cayó la economía y en su defensa salió con el argumento de que se la habían dejado prendida de alfileres. No faltó la sabiduría popular que preguntó: “¿Para qué le quitas los alfileres?”.
Después, de un plumazo, reestructuró al poder judicial, quitó a todos los ministros de la Corte y puso a los suyos, una medida nada democrática, validada por las mayorías legislativas de su partido.
Con el PRI, mantuvo lo que llamó sana distancia, quizás en represalia al trato que le dieron cuando fue coordinador de campaña de Colosio.
Y en cuanto a los medios, dejó huella cuando su gobierno metió a la cárcel al dueño de El Universal con la acusación de que la empresa periodística tenía irregularidades fiscales. La versión extraoficial fue que en alguno de sus encuentros sintió que el propietario le había faltado al respeto.
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