NEMESIS
Fernando Meraz Mejorado
Al amanecer, en el Zócalo de la capital un asta sin bandera y un cerco de acero de más de dos pulgadas de grueso, se levantaba soberbio en sus tres metros de altura, desafiante, provocador, seguro de contener cualquier embate de una multitud, con la seguridad de la huésped del Palacio Nacional y su guardia militar, cuyos jefes trabajaron siete días para levantar esa valla reforzada con pesados tubos metálicos, soldados a fuego con sopletes. La noche del viernes, los jefes militares revisaron una acuciosamente al muro y se retiraron sonrientes, seguros del resguardo inexpugnable.
Nunca pensaron en el potencial, ni la fuerza incontenible de una multitud irritada, cansada de escuchar el rosario matutino de mentiras, harta del saqueo impune de los recursos nacionales, encendida por la impunidad de los abusos del pasado inmediato y del gobierno actual. Jamás pensaron los jefes de verde olivo, que toda la planeación, los siete días que les llevó levantar su valla “inexpugnable”. quedarían reducidos desmadejados, convertidos en chatarra inútil en sólo cuatro horas de embates devastadores, incontenibles, de la multitud.
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Como suele reaccionar el gobierno de la 4-T, en lugar de aceptar la culpa, gravísima por el fracaso de la operación, recurrieron a culpar a un misterioso y violento “Escuadrón negro” que irrumpe siempre en todas las protestas contra el gobierno. Ajenos a los sentires del pueblo, cebados por multimillonarios contratos y el control de jugosas prebendss con que López Obrador compró lealtades y conciencias, carecen de sensibilidad para entender al pueblo mexicano.
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Pero para los manifestantes, en mayoría jóvenes, pero también padres y madres de familia, la ausencia de la bandera nacional en el asta del Zócalo, y la soberbia desafiante de la nueva muralla del Palacio, fue la primera provocación, el primer desafío. “Aquí estoy, para evitar que ingresen al Palacio”, era el mensaje.
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Ninguno de los esbirros palaciegos, nadie entre los nuevos ricos que resguardan a la presidente podría plantear un análisis claro de la multitud que para la una de la tarde, encontró la cerrazón al diálogo. A esa hora la marcha era ya un fuego sin control de violentos resquemores, una nube de iracundia. Un grupo de muchachos comenzó a patear el muro. A ellos se fueron sumando más y más, que en grupos comenzaron embatir hombro con hombro a las placas de hierro. La furia escalaba momento a momento, cimbrando también los cimientos de la razón, la multitud buscaba respuestas a su hambre de justicia, la inseguridad, carestia, la falta de medicinas, la demanda de cambio de verdades y no mentiras.
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En esa masa humana cada individuo, era una brasa; juntos, una hoguera que gritaba su clamor contra la injusticia, en tanto su fuerza ya comenzaba a tambalear la muralla “inexpugnable”.
Al grupo que agitaba el férreo muro se sumaba cada vez más gente. Alguno trajo un soplete y con el arrancaron la soldadura de las placas metálicas. En tanto el embate arreciaba más y más, como un mar embravecido, las oleadas humanas creían, cada vez más fuertes.
De pronto, a fuer de las acometidas, uno de los refuerzos saltó de su engrane y con un par de acometidas se desplomó la primera placa de acero. El grito triunfal de la multitud hizo crecer en miles de ecos el esfuerzo para derribar la valla del oprobio morenista.
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“La muchedumbre, un mar de rostros sudorosos y ojos ardientes por la furia, seguía derribando el dique de contención, y amenazando con tragarlo todo a su paso.
Mientras las placas seguían cayendo una tras otra, y la valla quedó rota. La marcha era un río crecido por la ira, que arrastraba consigo la prudencia y la ley, buscando la brecha en el muro que osara oponerse a sus exigencias de justicia.
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Mientras, los granaderos que fueron enviados para “poner orden”, se desvanecian también bajo el empuje de la multitud. Alguien “de arriba” ordenó un repliegue, para sustituirlos con nuevos batallones “de refresco”.
Petardos y gases lacrimogenos, con los que los policías trataban sin éxito de imponerse, hacían un aire irrespirable, espeso y picante. Los muchachos se cubrían el rostro para atenuar los efectos del gas.
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A esas alturas la situación se salía de control y parecía asomar una tempestad inminente, tormenta de voluntades coincidentes cargada con la fuerza del resentimiento, cada grito era un trueno que amenazaba la descarga de su furia.
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Niños, ancianos y madres de familia, resguardados bajo los arcos del edificio del edificio del Ayuntamiento comenzaron a pedir el cese de la marcha. Afortunadamente se impuso la cordura y los manifestantes comenzaron a retirarse.
“Ahora nos retiramos, pero queremos advertir que esto es solo él principio, anunció uno de los voceros de la Generación Zeta, organizadores de la marcha. – oOo-





