Por Juan Luis Parra
La marcha del 15 de noviembre no terminó el sábado. Sigue viva, solo cambió de campo de batalla: se trasladó a los discursos oficiales, a los noticieros alineados, a los hilos fabricados desde el poder. Lo que vimos después fue más revelador que lo ocurrido en las calles: el Estado es hoy incapaz de escuchar, pero altamente eficiente en neutralizar.
La estrategia no es nueva, solo perdió la sutileza.
Desde antes de que miles salieran a las calles, Claudia Sheinbaum ya había decidido cómo explicar la protesta: “manipulados”. No importaba cuántos ni por qué. Cuando vio que también marchaban adultos mayores, optó por la burla.
Ironía pura: la dirigente de un proyecto sostenido por cuadros octogenarios, mofándose de los que protestan por estar acompañados por adultos mayores. Esto, dicho por un gobierno cuya cúpula (gabinete anterior incluido) se presentó como renovación mientras reciclaba nombres de sexenios pasados.
¿No que eran los jóvenes la esperanza? ¿No que “con el pueblo todo, sin el pueblo nada”? Hoy la atención no está en la violencia que atraviesa el país, ni en la justicia, ni en el crimen que secuestra regiones enteras.
El gobierno decidió que la discusión sea un contrato. El de Edson Andrade, joven que impulsó la marcha.
Morena filtró documentos que lo vinculan con el PAN y varios medios repitieron el libreto: exposición incuestionada. Desde redes, la dirigente nacional. Desde Palacio Nacional, la presidenta. “Muy interesante. Para que todos lo analicen”, dijo Sheinbaum, como si se tratara de una investigación de Latinus y no de un contrato público sin implicación legal alguna.
El movimiento fue quirúrgico.
El lunes intentaron colocar la narrativa de la popularidad con encuestas digitales. No prendió. El martes cambiaron de jugada: personalizar, exhibir, presionar. En palabras del propio joven, “la persecución ha llegado tan lejos que debo dejar mi hogar y mi país (…) quieren apagar la llama que se ha encendido, pero yo solo soy una chispa”.
Aquí nadie defiende al PAN ni su torpe intento de relanzamiento. Esa discusión es menor. El punto central es la desproporción. Hoy se persigue con más rigor a un manifestante que a un cártel. Se castiga con más energía una pancarta que una masacre. Se invierte más esfuerzo estatal en desacreditar un reclamo ciudadano que en investigar desapariciones o crímenes.
Esto conecta con algo que sé por experiencia profesional: en mercadotecnia, el objetivo es resolver problemas complejos con soluciones sencillas. Eso lo vuelve atractivo de comprar y eso hace Morena con sus pretextos, cuentos y mentiras.
Internet es perfecto para ese tipo de soluciones simples a problemas complejos, pues durante años se nos vendió la idea que internet es de plataformas abiertas, de espacios donde las mejores ideas llegarían arriba “por mérito”. Pero llegó el dinero, la comercialización, la censura. Las soluciones parecían simples… hasta que dejaron de ser sinceras.
Las plataformas que prometían libertad informativa y criticaban la TV, mutaron en sistemas donde el algoritmo prioriza lo rentable antes que lo relevante. Donde lo incómodo se ahoga bajo pautas.
Morena, a través de los youtubers que impulsó durante el sexenio de López Obrador, no generó celebridades, sino operadores digitales. No tienen audiencias suficientes para vivir de la monetización y, por eso, no muestran anuncios comerciales: sus videos son el anuncio. En los medios reales y en los creadores independientes, la noticia es el producto y los ingresos provienen de la publicidad. En estos otros casos, la lógica es inversa: el mensaje no se financia con visitas, se financia con presupuesto. No necesitan alcance masivo, solo el necesario para cumplir una función estratégica. Tienen las visitas suficientes para ser útiles, pero no tantas como para dejar de depender del dinero público.
No buscan convencer al país, sino interferir en la conversación. No se trata de llegar a todos, sino de impactar a quienes importa que duden. La propaganda es artillería pesada; el francotirador es ese generador de discurso que formula teorías, justifica decisiones y dirige a la base militante. No necesita ser popular, sino funcional. De ahí sobreviven tantos pseudo-intelectuales dedicados a diseñar indignación y provocar choques internos para que el movimiento permanezca movilizado.
Los revolucionarios profesionales nunca buscan que la lucha termine. El objetivo no es que vivas mejor después de la revolución, sino que sigas inconforme para seguir luchando por ellos, mientras se enriquecen. Saben que, si quien ha vivido con carencias alcanza cierto nivel de bienestar: una cama caliente, comida asegurada, educación digna, deja de ser útil como símbolo de lucha.
Como decía Marx, en ese punto deja de ser “pueblo” y se convierte en “obrero burgués”, esos mismos a los que se refería López Obrador pero como “fifís pobres”.
La columna se podría cerrar con preguntas, pero hoy conviene dejar una certeza: la marcha no acabó el sábado. Solo cambió de terreno. Y si el poder necesita intervenir en cada espacio donde la conversación respire, es porque tiene claro que la chispa no proviene de un contrato, sino de un hartazgo.
Aguas, pues las llamas que se intentan apagar a presión suelen propagarse con más fuerza. Efecto Streisand, le dicen.





