El 18 de diciembre de 2025, el Ejecutivo Federal solicitó a la Comisión Permanente del Congreso de la Unión autorización para permitir el ingreso a territorio nacional de personal militar del gobierno de Estados Unidos, incluidos elementos de los Navy SEALs y del 7º Grupo de Fuerzas Especiales. El contingente arribará el 12 de enero de 2026 a bordo de un avión Hércules C-130 de la Fuerza Aérea estadounidense, con armamento, aterrizando en el Aeropuerto Internacional de Toluca.
El objetivo oficial es su participación en el ejercicio “Mejorar la Capacidad de las Fuerzas de Operaciones Especiales”, que se desarrollará del 19 de enero al 15 de abril de 2026, en cuatro fases, dentro de instalaciones militares mexicanas en Donato Guerra, Estado de México; Champotón, Campeche; y Ciudad del Carmen.
La posición oficial del gobierno es que se trata de actividades de adiestramiento bajo esquemas de cooperación bilateral ya existentes, sin participación en operaciones de combate.
La discusión pública se ha concentrado más en la soberanía y en la constitucionalidad del ingreso de tropas extranjeras. Sin embargo, el problema no es jurídico ni simbólico. Es político y operativo.
Un gobierno que se ha dedicado a sostener un discurso permanente de soberanía y autosuficiencia recurre ahora, de forma reactiva, a entrenamiento extranjero para cubrir capacidades que debieron fortalecerse hace años, pero se perdieron años con el “abrazos y no balazos”. Al mismo tiempo, promueve en el ámbito internacional la creación de frentes regionales para “aliviar tensiones” entre Estados Unidos y el gobierno dictatorial de Venezuela y rechazar la intervención externa. La brecha era conocida, documentada y evidente desde hace tiempo. La incongruencia es muy evidente: discurso soberanista hacia afuera, dependencia operativa hacia adentro, pero tarde.
Entonces, no hay invasión. Hay incongruencia.
Si la cooperación con Estados Unidos es necesaria, entonces debió hacerse con anticipación, planeación y transparencia, no como respuesta tardía a un deterioro visible del entorno de seguridad. El problema no es entrenar con fuerzas extranjeras, sino hacerlo cuando el Estado ya está totalmente rebasado.
Mientras el discurso oficial del gobierno insiste en soberanía, control y fortaleza institucional, la práctica demuestra dependencia técnica en áreas críticas. La narrativa dice una cosa y la operación muestra otra.
La incongruencia se profundiza cuando se observa que durante meses se relegó la modernización doctrinal, tecnológica y operativa, mientras que nuestras Fuerzas Armadas se dedicaron a tareas administrativas y civiles ajenas a la defensa.
Así, la capacitación especializada llega tarde.
Estados Unidos no impone condiciones ni interviene en operaciones. Cubre un vacío que el propio Estado dejó crecer, mientras defendía un discurso de soberanía que hoy no resiste el contraste con los hechos.
La cooperación no es el problema. La tardanza sí. Y en seguridad nacional, reaccionar tarde cuesta vidas.




